Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

viernes

el acento con que amas
el verbo con que escribes

Cómo dejarme caer entre labios tibios si allá afuera un adolescente llora de frío.

Para qué el plan secreto de la aurora boreal encerrada en mis ojos si en algún lado alguien se pregunta cómo será la felicidad.

Por qué leer a Marx si nuestras historias de papel podrían derrumbarse ante el primer chaparrón.

Hasta dónde la poesía, desde cuándo el arte, con qué herramientas la belleza podría transformar mi mirada tempestuosa aferrada a lo más gris y lo más chato, una ventana de tren demográficamente abundante, un cristal empañado.

Y si no qué, y si basta cómo.

Y si el fin de la energía de mis pasos sobre veredas rotas y si nada de ternura contra tu cara. 

Si estallara la esperanza. Si nos reunimos y decidimos que no hay tanto que hacer, nada que esperar y nadie a quien amar. Si lo dijéramos, si decretáramos, entonces qué, después qué.

No se puede hacer poesía después de Auschwitz. No se puede hacer música después de los desaparecidos. No hay. No hay más varón que lea. Ya no hay mujer que cante.

Que se despierten los muertos, que se desborden las venas. Que el hambre dé frutos y la pobreza derroche estrellas. Que basta. Que no. Que ya no.

Laten las morochas, caen las hojas, se apilan las fotocopias. Leemos.

Escribimos. Cantamos. Porque no queda otra que bordar en mi piel el trazo de la historia, que salar las heridas y condimentar los minutos irritantes del sueño y del hastío y de la puta muerte insípida que acecha en las pantallas.

No queda otra que empecinarnos en esta aventura infiel de destruir todo, de botar todo, de quemar todo y después y con amor y con paciencia y con sonrisa y con ternura, con papelitos, con Voligoma, agarrar y ponerse a armarlo de nuevo. Y amarlo todo. Y amarlos todos.

Y hacer todo, y ponerle nombres nuevos y entender que esos nombres no alcanzan, y enojarnos y llorar y levantar el puño contra el cielo y hacer barro fértil a fuerza de lágrimas agrias. Y rompernos, y hacernos de nuevo, y amarnos de nuevo. De nuevo.

Y bailemos, porque después esto, después nada. Porque los pinceles, porque las guitarras, porque las lapiceras tienen que escribir sobre Auschwitz, pintar el Guernica, cantar y exorcizar  las Dictaduras. Y dejarse caer entre labios tibios.


sábado

alejándose
Se despega de la cama, arranca de sus ojos lagañas y pesadillas. Descubre en el cielo olor a miedo. Camina. Cubre su cuerpo con ropa arrugada, estira los bordes, acomoda el cuello. Sale a buscar miradas.
La primera, silenciosa y suave, la guarda en un sobre azul. La segunda, chiquitita, en una tapita de gaseosa. La siguiente irá a parar al espacio entre las dos partes móviles del compás, aguda y precisa.
Luego, una mirada fría y quieta, queda allí entre las nubes violetas de ese jueves incesante.
La mirada calma y dorada de la que no lo miró dos veces se guarda sola en el cajón de la mesita de luz, con otros secretos pretéritos, una duda a contramano, un costurerito y aquella media sin par.
El reflejo de los ojos luchadores y anónimos que le golpearon la conciencia esa madrugada de junio hablándole de trabajo y de dolor están en el bolsillo de la camisa, cerca del órgano latidor.
La distancia entre esa mirada gris que lo condenó al fracaso hace muchos años, y que sin saberlo ni quererlo impulsó su vida de buscador incesante, la distancia entre esa mirada gris y la suya está guardada con llave en una caja marrón detrás de la tele que hace mucho que no enciende.
Pero la de ella, la mirada de ella, no se queda quieta. Insistente y colorida, elástica y tierna, lo golpea en todo el cuerpo, lo busca en todos los minutos, lo destroza en todos los rincones de la ciudad redonda. La mirada de ella no se deja, inaccesible pero insatisfecha. Inasible y demasiado cerca. La mirada de ella atraviesa todo lo que él mira, las palabras que lee, las vueltas que da su sacapuntas alrededor de sus lápices, sus sueños más vergonzantes.
 Su mirada es un cuchillo de cocina clavado en el estómago, un caldo frío, un auto que atropella a un perrito en una noche de lluvia y no se detiene. Ella, sólo ella, lo paraliza y sostiene su esperanza. Lo mira y lo mantiene vivo, lo amenaza de muerte, secuestra sus ilusiones y vuelve a prometerle alquimia. Ella sin hablar lo cuestiona y lo enferma, y lo detiene y lo alimenta.
Él recorre con las manos su propio cuerpo. Toca y busca y palpa, escucha, busca, de dónde viene, por qué será ese dolor, esa herida abierta. Dónde está, cómo curarse. Cómo aquietar, cómo guardar de una vez la mirada que le falta.