Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

martes

homicidio múltiple

Cuando se terminan las noticias, termina mi silencio y por fin, arrancan las palabras. Tengo el corazón roto. Mis ojos se vuelven transparentes para mostrarte.

Es lo del tren, por supuesto. Lo del tren es personal. Porque esta servidora se cruzó con Once dos veces por día, por muchos días, por cuatro años y yo ni una vez me acostumbré a su paisaje. Ni una vez acepté la alienación del viaje pero como con las amistades imperfectas, quise amarlo. Las estaciones son lugares de paso. Son, con Bauman, no-lugares, a menos que las habites.

Sé que habité la estación Once de Septiembre, y la plaza, y todo el barrio. Abracé con cariño cada una de sus grietas, todas sus mugres, todos los países de la gente que lo transita y lo labura . Once significó, de una vez y para siempre, que tuve lugares a dónde ir. Que tengo un lugar a dónde ir. Es, para mí y para tantos, la puerta de entrada al futuro. El camino del esfuerzo del que trabaja y estudia lejos de donde vive, del que pendula cruzando la ciudad de la furia entre vendedores ambulantes, codazos y pisotones.

Pero, repito. Nunca me acostumbré a ese dolor lento que es ver a quienes mueven la sangre del país viajando para la mierda. Hablemos claro. No me resigné a la resignación que vi en sus caras, al mal humor, a la incomodidad, a los malos tratos que entre ellos -entre nosotros- se propinan cuando sube una embarazada, una mujer con sus chiquitos, un pobre pibe arrebatador. Como si de ellos fuera la culpa. Como si no fueran otros los que se merecen toda esta ira.

No me acostumbro, no me resigno, a llegar a Once y que se abran las puertas y como en una batalla, los empujones, los gritos, alguien insulta y nunca falta el que agrega, hiriente,“Señora, si no le gusta, viaje en remis”. Como si la señora, que viaja con artrosis a hacer un trámite sin nombre, pudiera elegir tal cosa. Como si la señora.

Por eso, aunque el tren es para mí el lugar del encuentro, el de abrir los ojos, el comienzo de esta otra vida mejor que yo elegí plenamente convencida, el que me alcanza al mundo de las Letras modernas y clásicas, también es, desde siempre, un enemigo íntimo. No hace falta decir que hoy, todavía, quiero romper todo. Quién puede hablar de bronca racional en días como estos.

Estoy re caliente, les juro, porque nadie dijo nada, y el que habló fue como si no dijera. Y creo todavía que en esas horas lo más sano y constructivo que podía hacer era encerrarme en una plaza o una pieza a llenar de besos a Juan. Sin embargo no creo, no sé si está demás que yo diga hoy que quiero arruinar a puteadas a quienes se aprovecharon del dolor y la bronca para ir con una mochila llena de piedras a Once. A quienes se subieron a la basura colectiva para decir muchas veces “yo te avisé”. A quienes maltrataron, buitrearon, entretuvieron  como si fuera un reality y desinformaron y versearon y son los que hace años que no usan un transporte público, y van en auto de Recoleta o del country al estudio de televisión. A quienes utilizaron la ira y la tristeza de todos para poner a la gente en contra de sus propias elecciones.

Pero chicos, digamos todo, no soy de esas. Ninguno de los anteriores mató a nadie. Hablemos claro. No fue una tragedia. Lo que sucedió en los últimos –más bien los primeros- cuarenta metros de la plataforma dos de la estación Once de Septiembre el miércoles pasado fue un homicidio múltiple. Ni el periodismo, ni el morbo, ni los pelotudos del Facebook mataron a nadie. Pero alguien mató a 51 personas, porque alguien decide y alguien ejecuta. Fue un homicidio múltiple.

Todos sabemos que todo esto puede pasar cualquier día, a cualquier hora. Casi todos conocemos más o menos qué se puede hacer para mejorar un poco las cosas. Entonces, hay asesinos y asesinados. Lo de los trenes de la región metropolitana nunca es accidente. Todos los días es un robo, lo del miércoles fue un crimen.

Todos sabemos, todos opinamos, todos queremos. Todos aceptamos que el tren es, para casi todos nosotros, la única opción. Para mí, y para algunos, hay alguna otra, pero elegimos  esta porque no queremos ver la ciudad desde la temperatura ideal de la combi. El resto no me importa. Porque nosotros no le importamos un carajo. Porque no me van a leer.

El domingo fui al cine en el centro y, habiendo otros itinerarios, quise pasar por Once. Nos detuvimos callados frente al cadáver ferroviario, una columna acostada de mediasombra negra, y nos abrazamos porque nos caíamos de tanta soledad. Frente a una valla, unas flores arrancaron una oración breve y silenciosa de mi corazón. La única herramienta que me queda. El único regalo que tengo.

Sé que a ninguna muerte le sirven las palabras y ya aprendí que las mías sólo son gotas en la tormenta. Pero no quiero cerrar este diálogo sin decir que menos que nunca hablo desde lejos o desde afuera. Estoy toda involucrada, mi cuerpo me pasa factura todos los días del dolor que me atrapó desde la noticia. Cada uno de los que viajaban en ese tren, como los que lo hacen todos los días, son de mi equipo.

No quiero dejar de decir que soy de las que siempre caminan por dentro del tren para no caminar por el andén y así ahorrar unos minutos de la hora y media de viaje que separan mi casa de mi Joaquín V. González. Porque viajamos tres horas por día, señor. Trabajamos seis, siete, ocho horas, estudiamos cuatro o cinco. Y viajamos. Si usted entendiera que no es un capricho.

Pero nuestra única venganza es ser felicesNo quiero irme sin recordar con una lágrima de horror o de agradecimiento que muchos amigos estaban ahí, o en el tren anterior, o en el siguiente. Que cada día me entero que alguien importante para algún amigo o conocido, fue asesinado en el tren ese día. Y también quiero, porque puedo, contarles que si mi cuñado, mi hermano político, mi hermano, hubiera caminado esos metros por dentro del tren el miércoles, estas palabras serían  muy otras, si hubiera fuerza en estos dedos para decir algo. 

miércoles

Vos sí tenés la culpa de que el mundo sea tan feo.-

(Los brillantes)

Cuando el contenido de todo el registro de las historias de amor que amaste en tu vida está conformado por un collage de canciones y fotos a media luz, con rincones de cuerpos idealizados que no podés hacer otra cosa que despreciar y extrañar extraños y recordar en desacuerdo, como se aborrecen y se adoran los ídolos y santidades de un estante.

Cuando todas tus preguntas tienen más de tres renglones, tus dudas padecen el tamaño de un dios planetario y tu universo la medida de tu esperanza. Cuando la pregunta más difícil es qué hacer hoy, y la más sencilla, por qué no morirse mejor.

Cuando te hacen ruido todas las frases hechas y no te cierra ni una sola de las convenciones sociales que te impone el mercado del reality show. Ni Facebook, ni Michel Teló te convencen. Pero tampoco el traje, el curriculum vitae, papá mamá estoy de novia. Asado, brindis, lavar los platos, chismes en la cocina, after office, el primer auto, zapatos nuevos con plataforma de madera. No, no.

Afuera está nublado y por eso gris y por eso no sabés si los atletas salen esta mañana a correr. Tu fiebre levanta, te despega de tu cara y te mirás. No sos grande y hoy no salvaste el mundo. No sos nadie, sos alguien pero de bordes difusos. No amaneciste solo, pero decir que no estás solo probablemente sea tan pretencioso como el pronóstico meteorológico de esta tarde, que cada tanto consultás como si alguna vez, de casualidad, hubiera acertado.

Hacés planes para esta semana. Tal vez tu mirada a largo plazo llegue a ese binomio que ya no te interesa. El de viernes-sábado. Lo siguiente que sabés es que te recibís en unos años. Que querés irte a vivir sola para poder almorzar un cuarto de helado de limón el domingo y después seguir durmiendo.  Y tener un gato que se llame Cheshire.

Pero sabés que pocas cosas pueden pasar. Que no se abre a cada paso un mundo de posibilidades y que no tenés en tu mano el poder para cualquier cosa. Te autoproclamás obrero del sistema y querés salir de ahí porque no das más, porque no alcanza con hacer todo lo que tenés que hacer para hacer todo lo que querés hacer. No bastan los kilómetros acumulados que tenés en la SUBE para viajar los viajes que soñás.

Leés Freire, Marx y Bukowski y tiene sabor a poco volver a casa mareado, tirarte en el sillón, morirte de risa, morirte de amor. Amor agridulce, ambiguo y discapacitado, estacional, virósico, enfermo y adictivo, pastillita amarilla de amor.

Mirás por la ventana. Vos sí tenés la culpa. De estar ahí, de que ese sea tu barrio, de los números finales del PBI. Vos sí tenés la culpa del lenguaje que usás y de lo que provocás con él. Tenés la culpa de la belleza que creás y de la fealdad que construís. Caen todos los ladrillos de tu historieta sobre tu nuca. Tenés la culpa, vos sos vos y tenés vida. Las esquinas que no doblaste y las miradas que no recorriste. Tenés la culpa del hambre en África, del frío en Europa y de la angustia carnavalesca latinoamericana. Tenés la culpa de la peste negra, la guerra fría y de la revolución argentina. Si te quedás ahí, cruzando con miedo al almacén, tomando té de frutillas y viendo amanecer desnuda. Es tu culpa.

Y entonces te tirás, literalmente te dejás caer y te preguntás qué parte falló, si tenías todo tan claro, eufemismo, la tengo clara, miro al horizonte y sé qué viene después de la línea. Terminé el secundario, sé que quiero y a dónde voy. Conozco lo que me gusta y lo que hago mejor. Y después la línea se la aspira alguien, se esfuman los calendarios. Estás acá, y cuánto creciste. Es una pregunta.

Porque por qué alguien, en alguna parte del mundo, podría mirarte orgulloso de vos. Otra pregunta. Pasan los minutos. Sube el humo. Por qué el puto individuo que odiás todos los días, empecinadamente, te extrañaría. Cuáles son las razones que te hacen único e inolvidable. Quién te dijo que dejaste todas esas marcas que estás seguro de haber dejado. Te hacés otro mate. Se levanta la mañana, la vecina no habla bien de vos. Buen día. Seguís sin corpiño.

Cómo, con todos tus dones y talentos, con tu maravillosidad a cuestas, con esa carita irrepetible, podrías triunfar, llegar lejos, romperla, comerte el mundo. Por qué tu mamá, tu compañero de banco de primaria, tu profe preferida, tu primer jefe te enterraron en el medio del barro y ahora te ven caminando en zigzag, como un científico a su rata de laboratorio, con un cariño cercano a la perversión, a la ironía, a la crueldad más cruel, que es la crueldad del que te quiere bien. Te pusieron en el barro y ahora te miran, te miran esperando, como diciendo “a ver cómo hace este para poder brillar”.