Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

sábado

Esta noche todo es cerveza, vestidos y pies descalzos.

Aunque el suelo estaba lleno de trozos de vidrio y clavos, siguió caminando con los zapatos en la mano. 

Con los zapatos en la mano, como después de aquella última noche del diluvio en la que regresó a casa bajo la lluvia, sobre la inundación, con la claridad del día llegando muy tarde, tomando el colectivo que la dejaba más lejos de casa, rechazando la invitación de un desconocido de acompañarla. 

Entonces, unas cuadras más adelante, se encontró con un ex novio ingrato que le preguntó, como si hiciera falta, cómo había llegado hasta allí, con quién había viajado. Con los zapatos en la mano y el maquillaje corrido, con una dignidad antigua, respondió, como si hiciera falta: "Sola"

En medio de la multitud y el desastre, había tomado su mano. Le había pedido por última vez que no la dejara sola. Él la había dejado sola. Y ahora, la lluvia es un espejo que me ayuda a verte bien, la miró empapada, con el vestido rojo y con los zapatos blancos en la mano izquierda, y rió hiriente.

Sola y descalza. Y con un vestido corto. Total, las infecciones no eran lo que la mataría.

Era el amor, era la mirada del amor, la que revelaba su lado más oscuro. La que la dejaba en huesos y plagas, toda hecha un manojo de dolores y pasados.

Eran las palabras del amor, las palabras de Dios, las que le quitaban el aliento y los argumentos. Se veía reflejada en un espejo distorsionado. 

Era como un hielo en la cerveza, era como ponerse pestañas postizas. 

Habían sido encuentros aislados, habían sido soledades reunidas, ella había sabido amar y lo había hecho con cordura y con locura en intervalos sinuosos.

Pero ahora no sería el amor lo que embellecería sus días y sus mejillas. No sería porque no sería. Sencillamente, porque el amor no tiene antónimos. No se define por su opuesto. 

Porque el amor es simple y sencillo. Pero no es fácil. 

No busques mi bondad en diciembre, no busques la verdad en enero. Yo solamente sé sonreír. Sonreír y desviar la mirada.

Pocas tardes se había sentido tan acompañada como aquella. Por eso la caída del sol era como una bajada abrupta en montaña rusa. Por eso esa noche, la noche, la noche de los tiempos, todo era cerveza, vestidos y pies descalzos. 

Nunca había estado tan expuesta a las heridas. Nunca como ahora, con una armadura hecha de estrellas.

A las tardes de sol las suceden noches de estrellas. Son reglas prácticamente incorregibles. Esa no era una noche de lluvias ni de espejos. Y sin embargo, y sin embargo.

Ningún puente, ni siquiera ese puente se sostiene de un sólo lado. Me invitás a saltar y no se sostiene de un sólo lado. 

Un poco más de cerveza fría. La noche era una mermelada de ciruelas, dulce y tibia. Y en la jalea de allá arriba se pegan los suspiros de los dos. 

Un poco más. No se atrevió a buscar un buen vino, era peligroso mezclar vino y soledad. Era peligroso mezclar caricias y soledad. 

Un vestido corto. En las mejores fiestas ella usaba vestidos cortos. Zapatos y labios rojos. Sentía que era el mejor disfraz para que el amor no la encontrara. Un disfraz cómodo para bailar, besar y huirse.

Un silencio largo. Una pausa espesa. Esa conversación debía terminar. Un muro y un vuelo raso, sin mirar atrás. Como antes, como en la madrugada del diluvio. Como siempre, con su pelo suelto en el aire. 

El amor es su mejor vestido. Ella nunca encuentra una noche lo suficientemente buena como para usarlo. 



Hoy sabemos que hasta las moscas sueñan. 

martes

eclipse de mal

Cuando todo terminó, lanzó su mirada muy lejos y ya no pudo regresar. El viento claro de la noche mecía su cabello enmarañado.

De repente, como un fragmento extraviado en otro tiempo, recordó aquel episodio en el que, durante un viaje en remis un desconocido sentado en el asiento de adelante le besaba las yemas de sus dedos, mientras sus brazos se extendían a ambos lados del respaldo. 

Lo pensó otra vez. No sabía si había sido así o al revés. No estaba segura, tal vez había inventado esa memoria.

Se preguntó por qué siempre se sentía muy sola después del amor. Se preguntó por qué ahora le quedaba claro que eso había sido amor, al menos hecho de la misma sustancia que el amor, y que la consecuencia inevitable e inmediata era la soledad. 

Miró el corazón de la noche y encontró el reflejo de sus siniestras sospechas. La oscuridad del final de la primavera era un mimo del cielo. Calor, ternura, liviandad. Pero ella sólo vio allí anticipos del fin. 

No dijo nada, porque cada encuentro la ponía taciturna, y se iba hundiendo en un pozo interrogante. No dijo nada, mientras él intentaba pescar palabras en las aguas de sus ojos. 

No supo por qué a él le incomodaba tanto su silencio. El cielo anaranjado del amanecer ya se reflejaba en sus ojos de buscador, mientras trataba de leer su mente y volvía a preguntar qué pasaba por ella.

Su voz cálida seguía martillando en el mismo lugar, pero sin horadar la piedra, ya era tarde, ella ya se había vestido. Le había dado la espalda, era una despedida.

Él no entendía, o no quería entender las certezas escritas en esa ausencia, en ese silencio. Ella ya había dicho todo, ahora no tenía palabras, sólo un abismo de formas y colores, vacío de letras, insomne de signos, libre de dolor.

No sabía que esas también eran las reglas del juego, que no había lenguajes ni clasificaciones para el encuentro, que era siempre no ser, que era otra vez no estar, que era dejarse arrastrar por la espuma tornasol de la catarata de besos pero no podía, no podía ser construcción ni búsqueda ni la autosuficiencia propia del amor. 

Pero no hay nada más profundo que la piel. Por eso los poros eran los portadores de la afirmación, los dueños de la verdad. Y ella, a merced de los impulsos del cielo, sincera en el error pero cada vez más distante, soltando las últimas anclas, impermeabilizando todo el corazón.

Huía de ella una libertad apasionada que la había llevado hasta allí, que la había dejado entregarse a las oportunidades, que ya era toda dudas y fragilidad, una niña cansada de hamacarse en la plaza, un ovillito de soledades. 

La voz convincente y jaspeada de él, una voz llena de matices, una gran voz de actor, seguía repitiendo frases sin remate, que hablaban de vuelos, que buscaban verdades. 

La voz de alguien que ya estaba lejos y en camino, que ya había armado una mochila con poco equipaje, que rozaba con la punta de los dedos una boca que se iba quedando sin saliva, que iba borrando las huellas que dejaban sus pasos livianos e inconstantes.

Era tarde, era demasiado tarde, incluso para despedidas. Podrían no haberse encontrado jamás, o podrían incluso seguir coincidiendo. A ella se le antojó que eso ya no sería una opción. Él quiso sacarse de los bolsillos los problemas que le quedaban. Aunque hubiera querido que ella fuera suya en algún momento de la noche. 

Pero el sol subía y era demasiado tarde para posesiones. Ella ya se había vuelto a poner su vestido y seguía callada. Él ya había vuelto a mirar un mapa, él ya había regresado a la desorientación vital mientras sincronizaba su búsqueda con el ritmo cadente que sonaba. 

Las puertas se habían cerrado una tras otra, semáforos en amarillo, y juntos y abrazados se iban quedando cada vez más solos.

Una tristeza de Getsemaní la invadió, mientras se rompía un bretel del vestido y los reclamos quedaban cada vez más lejos. Su cuerpo yacía fatigado pero no tenía importancia el cuerpo ya, todo el placer se había deshojado. Buscaba en el silencio una respuesta, mientras él dialogaba con su camino y hablaba por los dos.

Salieron y caminaron sin mirarse. En un instante confuso, se dijeron que chau. Ella no se percató que seguramente era la última palabra que oiría de esa voz de pastor. O tal vez sí, y por eso se mintieron sin verse las caras, alejándose de todo, pensando ya en llegar y dormir.




Mientras lo veía alejarse con pasos musicales, deseó haber sido bella de verdad. Cuando se encontraron, los dos ya se estaban yendo. 




sábado

Enamorarse es una mierda.-

Resolvió en la resaca que su vestido preferido estaría bien, porque estaba arrugado a los pies de su cama, y no hacía frío. Agregó un saquito con estampa de rosas, no hacía frío.
No hubo peinado ni maquillaje. Le gustaba verse con los ojos hinchados y las raíces pegoteadas, como recién levantada, recién acariciada, como si. No se sentía sola pero sí abrumada, desechó los miedos y los peros, salió a la calle. 

Caminó a su encuentro, la espera del colectivo en la esquina, la tarde caía lo que el viento levantaba. Volaba su pollera y los poros se inflamaban. Hacía frío, un poco de frío. Pero se sentía bien porque se sentía así desprotegida. Antes de subir oyó a uno bajito con visera cantando "Luz de día". Siempre supo que lo fantástico se deslizaba con frecuencia en sus días, pero en el último tiempo había aprendido a intuir el momento justo de la irrupción, el instante en el que la chispa de lo bizarro armaba el puente con aquellos otros mundos imposibles que introducían reglas rotas en éste. 

Y se había vuelto una aliada implacable de aquellas transgresiones. Sabía volverse colaboradora incondicional de lo inesperado, cada vez con arte más sutil para no espantar a los espectros del azar y menor crueldad para atraer a los fantasmas de la ternura lúdica. La canción dejó de sonar dos pesos por favor y se acomodó en un asiento junto al pasillo, más bien atrás, como no siempre hacía. 

Horas más tarde descubrió la mirada de él disolviendo su atención y se sintió amenazada, despejó el panorama con una carcajada y cambió de tema pero era tarde. Sintió la punzada en la nuca, un tipo inconstante y ridículo le había enseñado a darse cuenta cuando querían besarla, era un don de transferencia, parecido a los nervios por examen, sencillo de notar. 

Pero era un no. Desde el principio todas las intersecciones iban en su contra, no sería posible, pensaba, que la negativa se revirtiera. Recostó su espalda contra la pared, estiró las piernas en la alfombra y tomó otro sorbo de vino, era un no y las próximas noches estarían ocupadas de una actividad onírica turbia, dadaísta, un insomnio tibio provocado por esa tensión desmedida que alguien que no tenía errores en su biografía le planteaba al tratar de trazar un puente de tiza hacia ella.

Debía ser un no. Cuando fue sí, ella transitó espacios interestelares con individuos brillantes de quienes usurpó todas sus propiedades celestiales, exprimió los mejores dones de ellos pero a cambio de palabras tiempo viajes épicos silencios de tragedia griega. El sí fue sinergia cítrica creación espanto y poemas de Maiakovsky. Nunca tuvo paz en el amor, y los abandonó uno a uno fastidiada e hiriente. Por eso ahora no. 

No le molestaba mirarlo ni caminar a su lado ni pasar el tiempo con él. Le parecía bien hablar de cine, libros y que él eligiera la banda sonora de sus momentos. Estaba todo demasiado bien pero no sería. Porque no la inquietaba, no la transformaba, no le impedía respirar con fluidez antes de dormir. Porque además nada le prohibía acercarse en el silencio instalado, mirar a los ojos, y sonreír, darle permiso para seguir adelante. 

Sin embargo, no era así como lo nuevo se abriría camino en el laberinto a ciegas que era ese domingo. 





- Enamorarse es una mierda. Lo único que nos salva de eso es el amor. Habría que pasar, directamente, al amor. Saltearse las ansiedades y estrategias, desandar las búsquedas y convencer a las intuiciones. 

- ¿Por qué no, entonces? 

- Porque no toda opción es una decisión me parece. O algo así, ponele. Porque no todo se elige fríamente, no se elige con los ojos o con la sinapsis neuronal, como quien calcula el precio de los diferentes tipos de lechuga. Porque ahora ¿ahora? elijo con el cuerpo y los latidos, las pulsiones y las señales. ¿Alguna vez te enamoraste?

- Alguna vez, sí, creo.

- ¿Creo? Enamorarse es una certeza nefasta, como la muerte. No hay preguntas ni ecos, solamente una sola respuesta ingrata. Es tragar mucha agua con cloro en la pileta, es la noche después de que el sol te queme demasiado. Disculpá las metáforas veraniegas, pero viste. 

- Entonces no.

- Yo en la próxima jugada ya no quiero enamorarme. No quiero besos por celular ni indirectas en redes sociales, no quiero misterios sino canciones que empiecen con un rasgueo laborioso. Nada de un primer beso de despedida o un te-amo esperado. Un amor de prepo, un amor al principio del amor y no al final del desgaste. Amor entero, no tan descremado ni pasteurizado. Sin procesos ni escalas que venga a casa con un vino, que veamos películas hasta quedarnos dormidos, que me tire en su sillón y cuente mi día, que me interrumpa para contarme una anécdota de hace tiempo y entonces yo una cita de Cien años de soledad, y entonces él un comentario sobre una columna de opinión de Página y después pasan las horas tomamos té de rosa mosqueta y después café con leche y después del vino agarro un libro y me quedo leyendo en un rincón hasta que la próxima duda simple.