Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

domingo

Ayotzinapa y esta foto

¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!
César Vallejo, Masa


Es la foto de un bar de esta zona, la zona oeste. Me la encontré en su Facebook, en el inicio, se me cruzó, sin buscarla, sin recorrer el álbum con clicks. No conozco el lugar ni a las personas retratadas, pero apenas la vi, la guardé. Este texto no tiene nada que ver con el lugar ni con ellos, pero no podría dejar de ser acerca de ellos, relacionado con el lugar que permitió ese encuentro, deudor de la lente que lo capturó. 

Desde que archivé la imagen volví a recorrerla varias veces, desde la pantalla del celular, en el colectivo o algún recreo, aunque dicen que alcanza con ver una vez a la Mona Lisa, que luego no se olvida. Que seguramente bastó esa mirada de interés, una sola vez, y esa sola sonrisa fue suficiente para salvar la noche. Si ella sonrió así un único, un solitario momento, y el fotógrafo estuvo ahí, presente pero no invadiendo, porque evidentemente no rompió la magia, valió la pena, valió la noche.

No los conozco. Tal vez me esté equivocando. Tal vez sólo sean amigos, tal vez sean primos poniéndose al día. No lo creo, yo tengo una sola hipótesis. La conexión, la boca entreabierta de él, que tomó más cerveza para escucharla, para dejarla hablar. Ella tomó menos, de a sorbitos. Contenía la sonrisa, apretaba los labios, el sí estaba adentro. Es posible que nunca haya salido de allí. Mi hipótesis es que por un encuentro así todos nos vestimos y salimos a la calle cada día, que por un encuentro así todos escribimos canciones y textos como este. Que por un momento como ese abren los bares, se pagan los sueldos de los mozos de los restaurantes, se consumen pochoclos en los cines. Por esa mirada, por esa sonrisa, se mueve la rueda completa. 

Muchas veces, todavía, sonrío así. Con menos encanto, con menos frescura, seguramente. Porque soy otra y nadie lo retrata, porque me bastó ese primer encuentro para seguir amando hasta hoy, porque algunos de los siguientes eventos fueron mejores, más intensos, más divertidos, pero ninguno fue el primero. Sin embargo, con frecuencia me siento otra vez al borde del abismo, pasada la barrera del amor ansioso, del amor juguete, del amor sin relojes. Viviendo como ahora en el amor que se toma con las manos y alimenta, que se amasa como el pan todos los días, que inventa atardeceres con constancia. El amor que conoce los lunares y todos los matices de sus ojos que a la luz del sol tienen reflejos caramelo, cerca del borde del iris. 

Pero hace unos días que no puedo mantener esa sonrisa durante varios segundos sin sentir en la superficie de los labios una tirantez, un dolor punzante. Ese dolor se llama Ayotzinapa. Hace unos días, digo, porque el horror ya tiene más de un mes, maduro ya, ya se echó andar y se hace grande con velocidad. Lo sabía, conocía la noticia, llegó a mí en forma de renglón, en una red social o en un portal de noticias. Pero viajes y paraísos lo dejaron encerrado en una burbuja que flotaba cerca de mí.

Un día otra estudiante me lo recordó pidiendo por el derecho a la vida de ellos, pidiéndolos vivos. Rompió la burbuja, la sangre me salpicó la cara y la muerte se derramó por mis muebles, empapando las baldosas. Mis renglones los buscaron, quisieron saber, se enteraron, empezaron a conocer sus nombres y sus caras. Y nunca más pude volver a atravesar el aula para enseñar el objeto directo, o la profundidad del tiempo oportuno, kairós, o lo liberador que es perdonar. Todavía no puedo entrar al aula a decir cosas sin que ese dolor me atraviese la punta de los zapatos, se vuelva mareo, dolor en las piernas, tos seca que no me deja decir. 

Lo hago, digamos, voy y vengo, y amo y extraño, y pinto mis labios y elijo los colores de mi ropa interior, pero ahí está. Cuando abro el cajón y cuando acomodo las fotocopias, y en el cierre de la mochila, y cuando buen día, $3,25 por favor, o dos hasta Morón. 

Puede que ellos dos no lo sepan, no sabían que esa noche una novia lloraba contra el rincón vacío de la cama, un bollito en las sábanas. Ella miraba sus párpados, hinchados de tanto no saber sabiendo, esperando un milagro, pensando o sabiendo que no volvería a sonreír así. Ni de ninguna forma. Puede que los dos, los dos de la foto, esa foto que muestra un momento que fue hace unas semanas, no sé, hace menos de un mes, ni siquiera piensen en la mamá que todavía hace el guiso y calcula un plato más, porque su hijo volvía de estudiar con mucha hambre, muy cansado, pero tan soñando que se le abría el estómago, que comía porque trabajaba todo el día y después iba a estudiar, que no gastaba en el almuerzo porque así juntaba unas monedas para comprar el arroz para el guiso de su mamá y para comerlo con su mamá, un estudiante que llegaba con hambre de la escuela porque quería vivir mucho y vivir más. 

Yo ahora lo sé. Me detengo en medio del pasillo para recordar el sentido de mi caminata al aula, me imagino que un curso y medio de los chicos que veo crecer todos los días hoy no está más, que me quieren hacer olvidar que ya no están, y que siga trabajando así, como si no hubieran asesinado a las razones de todos mis trabajos, que alguien a algunos kilómetros o en otro país trata de seguir dando clase y yo así, yendo al aula sin pensar que a algunas docenas de jóvenes los detuvo la policía, asesinó a algunos de ellos, a un par de jugadores de fútbol y a una mujer que pasaban por ahí.

Porque pasaban por ahí. 

A uno de ellos le desollaron la cara, le despegaron la piel, y le vaciaron los ojos, y lo dejaron ahí, tirado por ahí, gritando al mundo que no se puede seguir sin ver, que no se puede pensar que algo está terminado, ni correcto, ni perfecto, que el día no se puede terminar nunca más pensando que el trabajo de la jornada fue suficiente. 

Y después parece, y lo escribo deseando que el estupor se escape de mi cuerpo, implorando que sea mentira, que haya otra historia que sea verdad y me dé una tregua frente a tanta oscuridad. Después parece que los metieron en un camión, a los 43 restantes. Y en el camión varios murieron asfixiados y aplastados. Varios otros quedaron inconscientes en el trayecto hacia el infierno. Y al resto, los interrogaron. 

Interrogaron a los vivos, para ver si eran parte del cártel de narcotraficantes rival. Cuando notaron que sólo eran estudiantes, decidieron quemar a todos.

Porque eran estudiantes. Los asesinaron porque eran estudiantes. 
(Vos y yo sabemos que ser joven es suficiente motivo para morir. La hermana de Luciano Arruga te lo puede decir, el hermano de Mariano Ferreyra te lo va a repetir.) 

Durante 15 horas el infierno se abrió paso sobre la tierra. Una hoguera alimentada por 15 horas. Los peones del averno se relevaban, invocaban el mal y la destrucción con alcohol, nafta, leña, gomas de auto. 

Como si eso pudiera desaparecerlos. Como si sus nombres fueran borrados de algún lado, sus caras de alguna retina, sus luchas de la historia.

Fracturaron los huesos que quedaban en partes grandes, los metieron en una bolsa que tiraron al río. 

A los padres les dijeron que esas bolsas de cenizas podían ser sus hijos.

Como México no tiene la tecnología para analizar restos en ese estado de degradación, una universidad en Austria dirán si esas cenizas son 43 jóvenes.

43 estudiantes de una escuela normal rural, una escuela con historia de lucha de la que todos los años partían a presentar un pliego con reclamos en busca de un presupuesto más sensato para su propia educación. Para que la justicia tenga una oportunidad. Esta vez partían otra vez a manifestarse, a expresarse, a decir. 

La policía, esa misma que por estos barrios piden en más cantidad y cada vez más cerca de cada uno de nuestros recorridos, porque estamos hablando de México, de narcotraficantes y de fuerzas de seguridad corruptas y asesinas, y nada de eso está tan lejos, esa policía, decía, los llevó en patrulleros, en unidades oficiales, hasta las manos de sicarios de un cártel. Bajo las órdenes de los intendentes de Iguala, o sea este señor y su mujer, que dicen que dirigen esta organización. 

Parece que no fueron los que tiraron nafta a un cuerpo humano, a la panza de una estudiante rural, sobre la camiseta de un chico mexicano, los únicos que los asesinaron. El intendente y su mujer pidieron licencia y se escaparon, y el gobernador se tomó unos días también. Y los medios que dejaron de decir que sólo en 2012 casi 17 mil jóvenes murieron por muerte violenta, es el 44% de los muertos jóvenes el que perdió la vida por causa de agresión directa, y que solamente en tres estados de México desde 2007 se encontraron 460 cuerpos en fosas comunes. 

Los desaparecidos de esta década, el genocidio de este continente.

En nuestro idioma, una señora debe haberse sentado en el sillón junto a su marido y sin mirarlo a los ojos debe haber sentenciado que algo habrán hecho, y mucho gobernador y mucho ministro pagó la cuota de la escuela privada de sus hijos y mandándolos en auto blindado y con su chofer, con un poco de miedo pero bastante seguro de que a los suyos nada les pasará.

Yo pensaba que también los asesinaba probándome un vestido nuevo, esperando colgarme del cuello de mi novio para reírme de sus chistes al final de la jornada, pidiendo masajitos en los pies, pintándome las uñas, poniéndole un 6 a uno de mis chicos. En algún momento creí que leer sobre mundos posibles, estudiar literatura medieval, ir al cine y llorar mirando Interestelar también eran formas de dejarlos morir otra vez. 

Hoy miré esta foto y supe que no. Que hay que salir a mirarse así, a sonreírse así, a tomarse cervezas y a bailar música que nos recuerde la alegría, que hay que mirar la luna y subir una captura que no le hace justicia para compartir ese agradecimiento porque el cielo siga ahí, mientras el infierno sigue creciendo a nuestro alrededor. No está tan mal el nudo en la panza porque el doble tick de Whatsapp en azul se ilumina y no te contesten, porque 43 chicos vivieron el horror impronunciable y hay que decirlo, hay que amar en defensa propia

Hay que subirse al amor aunque esté incompleto, aunque esté manchado de histeriqueo y calentura, aunque ahora mismo sea para vos rutinario y monótono. Hay que agarrar el amor por la cintura, hay que pedirle que nos salve, hay que tatuárselo en la cara, hay que decirlo en todas las aulas, hacerlo en todas las piezas, hay que indignarse en todas las plazas pero por amor, desde el amor y con amor. Va a seguir costando levantarse, pero hay que hacerle el desayuno al amor, activarle el metabolismo, buscarlo en los bolsillos, arrugado, rearmarlo con curitas, cepillarte los dientes y decirle que no se puede seguir viviendo sin amar porque 43 chicos, 43 hermanos, 43 hijos, 43 compañeros, amigos, alumnos, ciudadanos, latinoamericanos, sujetos de derecho, seres humanos, pibes con sueños y luchas, seguro que con vicios y caídas, faltan en casa y faltan en el aula.

Hay que ponerse a amar como quien agarra una pila de apuntes para aprobar el parcial de mañana, como quien viaja en el tren apretado, como quien ficha en el trabajo el horario de entrada, como quien agarra el pico y la pala, hay que mirarle la cara a la muerte y escupirle todo este amor rabioso. Porque estamos implacablemente vivos y no nos queda otra opción que amar. Nuestra única venganza, una vez más, es ser felices. Es ser amados. 

Si no lo hacemos, si no se vuelve hábito, mensaje y misión, ganaron ellos. 


(Para este texto pedí prestada esta foto, que agradezco desde el alma no sólo haberla usado y haber hablado sobre ella, sino que agradezco su existencia, pero si molesta a alguien comprenderé y la sacaré con pena y tendrán que imaginársela, cité también un poema de César Vallejos que se llama Masa y que pido que lean completo, y tomé datos de un texto que también recomiendo y que está acá Revista Anfibia: Ayotzinapa, el nombre del horror)