No, no estoy
capacitada para emprender una crítica teatral y mucho menos me pondría a
sintetizar el argumento de una comedia musical.
Pero, como
otras veces, sigo el impulso de hacer reflejo de lo que vivo y me pasa y esta fue la
segunda vez que veo esta obra, que viví y me pasó.
La primera
vez quedé maravillada por la música, la precisión, la coordinación casi coreográfica
y la sensación de haber sido atropellada por un camión con acoplado. Mi primera
vez con Casi normales fue en el otro teatro, más cerca del escenario, con la “mamá”
original (ayer estuvo “la suplente”, masivamente increíble) y con la “otra”
hija, Florencia Otero. Esta vez, en el Nacional, en pullman, pude apreciar
mejor la grandeza de la historia y la maravilla de la escenografía en tres
pisos pero no me perdí de la fragilidad de las expresiones, las voces y la excelencia
moderna de las letras simples.
No importa
lo que a mí me pareció. No importa, la verdad, cuánto puedo apreciar de su
calidad, aunque el género de la comedia musical seguro es de los más exigentes
para los cuerpos de los actores y para sostener una historia sin que todo parezca
una pelotudez de maestras jardineras ni un abuso demagógico de rimas y agudos.
Estoy segura
que este diálogo entre posmodernidad y psicoanálisis que se juega hacia el
interior de una casita de clase media alta de cualquier ciudad del mundo puede
derribar los muros prejuiciosos de cualquier espectador, pero en mi caso, la
historia se hace en demasiados rincones eco de mi historia.
En la mirada
de la adolescente sobreexigida y exagerada que no logra descubrir a partir de
qué talento hacerse notar, que se desvela por visibilizarse, que busca la
perfección en un hogar en ruinas que no la mira. Tan clara como yo en segundo
polimodal, digamos, y seguro antes, y seguro después, una chica que hacía de
todo para merecer el amor y calificar alto en cualquier aspecto. Y que después
no se dejaba abrazar del todo, volverse frágil, dejarse amar.
En la
historia de amor que le da sentido al dolor, a la memoria y el perdón, muy
tarde y después de heridas injustas, inconveniente y vulnerable, la historia de
amor poco recomendable que es la primera oportunidad de la sanación.
En cada uno
de los vínculos inconsistentes y disfuncionales que sin embargo se van
resignificando desde la compasión, la empatía y la búsqueda de paz. Como de
agua en un desierto.
Pero sobre
todo, y lo entendí cuando mi hermana y yo llorábamos con sentimiento (así, con
ruido y respiración entrecortada), sin poder mirar casi, hace eco en mi
historia en la problemática del duelo no resuelto, del manual para poder
superar las pérdidas, en la permanente tentación de seguir bailando con las
muertes del pasado.
Porque sé
que una de mis mayores preocupaciones cuando se me fue de las manos un amigo,
cuando presencié y sufrí su muerte, era saber si era correcto mi duelo. Si mi
proceso era depresivo o negador, si mi tristeza era lo suficientemente profunda
o tal vez demasiado inmensa. Si incomodar con la historia a más personas podía
hacer mal a los demás, hacerme bien a mí. Si sonreír aliviaría a todos o si
estarían juzgando que tal vez estaba creando una patología en el corazón, o
incluso negando o incluso olvidando.
Porque sé
que aunque el acompañamiento profesional (o cualquier otra receta que
culturalmente parezca apropiada para tramitar una pérdida) puede ser bueno e
incluso necesario, que el dolor de uno afecta a toda una familia y a cada
ámbito, y que la vida no es más que la insistencia de alguien que te ama
incluso contra tu resistencia, que la resurrección es lenta, y progresiva y que
nadie te puede resucitar si vos no querés vivir, la memoria borda el dolor en
la historia. Irreversiblemente. Para que nunca olvidemos que estamos vivos, que
podemos morir, que nos morimos alguna vez, que el amor nos salvó y que pudimos,
contra toda esperanza, crecer.
Pude
entender, con el tiempo, que la casi normalidad es la única excepción posible a
la norma. La norma que existe sólo para incumplirla, el manual que solamente
nos daña, la mirada que exige respuestas uniformes a estímulos siempre nuevos.
Que vivir se parece más al teatro que a aquello que pueden afirmar los
científicos porque vivir es más salir a luchar con nuestros fantasmas, a
llorar, a cantar y a enamorarnos que a hacer la digestión o intercambiar
oxígeno.