Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

viernes

Dos choferes y un compact disc del 2009

En esos días todo había sido acumular. Iba juntando en una caja todo lo que creía sería de utilidad en la expedición. Lápices de colores, tijeras, discos de música, carretes de hilos de diversos grosores. Pero aunque conocía las consecuencias de los poderes del azar, se sorprendió al notar que uno de los discos, envuelto en papel, estaba rotulado: 2009. No recordaba haberlo puesto ahí.

Cada vez intuía con más certeza que había cuevas vedadas para su memoria. Algunas veces era la sensación de pisar en el aire un escalón olvidado. Otras, eran laberintos completos que trataba de recorrer y no podía recuperar.

Debajo del número, 2009, había una lista de canciones anticuadas. No tanto por sus ritmos ni por sus intérpretes: la antigüedad estaba dada por la enorme distancia entre los sentimientos que querían identificar y aquellos, los que estaban sucediendo allí, aquel día.

Ocurría en la mansa población costera una bella mañana de octubre. La ausencia de turistas y la abundancia de salvación imperantes hacían que el aire, todo lleno de sol, lamiera las pieles con ternuras y perdones. El ciclo se estaba completando justo antes de lanzar otro espiral a la Providencia, y lo sabían todos allí.

El camino había comenzado hacía muchos años y para cada uno de los que participaban en la expedición tenía un nombre particular. Cada quien había estado transitando su propia odisea en completa soledad. Cuando la última mano cerró el círculo, una mirada colectiva asintió en silencio: habían llegado juntos.

Fuéramos a donde fuéramos el día siguiente, por lo menos una vez nos habíamos encontrado con otras vidas. Por lo menos una vez en esta historia.

El denso ritual articulado sobre codificaciones antiguas marcaba que ese día se propiciaría la limpieza del lugar. El aroma de los líquidos cítricos y de lavanda transportaba sutilmente frescura, y adentro del recinto la temperatura era bastante más baja que en el parque, monopolizado por el sol. Adentro era como situarse junto a una heladera abierta una mañana de verano.
*

Tomé el disco, con dedos temblorosos deseché el sobre y presioné el botón de PLAY. El  reproductor no permitía saltear ninguna pista, así que bajé el volumen mientras explicaba el sentido de la ceremonia a mis compañeros de viaje. El crepitar del fuego se elevó por sobre los latidos del dolor, cada vez más acompasados, sincronizados. La luz tronó en el corazón de la noche. Estábamos ofreciendo nuestros miedos y frustraciones. Derritiéndolos. Mirábamos la llama que no se extinguía y se nos escapaba que el humo invadía nuestros centros.

El dolor se intensificó y parecía imperecedero, entonces subí el volumen –la madrugada puede más que la tormenta- y un coro repitió deseos de cosas imposibles. La clave de la angustia escalaba su orgasmo. No hay esperanza en el ojo del huracán –es la vida y la muerte lo que en este juego apuestas- acaso calma, pero la calma tiene un diámetro limitado y sofocante.

Justo cuando el silencio parecía impronunciable, la llave del rito giró. Todas las profecías se cumplen, la gracia siempre obra con contundencia en las hogueras nocturnas.

*

Barría las cenizas del ritual de la noche anterior, la fuente tiznada y el velo del templo, mientras volvía a mezclar todo aquello que había clasificado por colores, como los Ministerios de aquel loco de Rayuela. Se acomodó parte del cabello tornasolado que le ondeaba frente a los ojos, revisando con intermitente atención los ruidos de los expedicionarios que retozaban en el exterior. Se sentía responsable aún por todos ellos y sus destinos, pero había preferido parsimoniosamente tomarse una pausa ociosa.

Tomó con dedos temblorosos el disco, aquel disco compacto del 2009, y presionó el botón de PLAY. Esta vez el lector se tomó más tiempo. El reproductor hizo un gemido de falla técnica, como el de un serrucho mutilando la madera, y ella pensó que una partícula de polvo había obstruido algo en algún lado. Frunció el ceño, porque nada estaba saliendo mal y nada debía salir mal, ni siquiera eso.

Pero entonces sucedió. Oyó una voz femenina, la voz danzante de una joven exaltada:
“Usemos un signo de la luz para cada día, y elijamos una canción y un fragmento de las Escrituras que acompañen ese eje.”

La voz era interceptada por otra, más afinada y más liviana pero acaso más prudente:
“En cada grupo habrá un líder que conocerá las actividades del día. Cada noche nos reuniremos con ellos.”

Sólo en la segunda intervención, más entusiasta y aún más esperanzada si eso era posible, se reconoció. Era ella, era aquella que había sido, pero esa voz era la de otra que no había pasado por la criba de la tragedia. Su voz más niña ya serpenteaba encendida, soñante, encantadora. Esa voz que había sido suya ya había pronunciado el amor y ahogado un suspiro extasiado en una noche espesa y perfumada, pero no había gritado aún la despedida más definitiva. Todos los adioses empalidecían ante esa noche en la que su voz debió concebir palabras nuevas para decir la nueva, irreversible realidad.

Silencio. Creyó que el encantamiento se había roto, que el puente con aquellos otros tiempos se había construido sobre fragilidades y vapores y ya estaba disuelto. ¿Habrían oído aquél pequeño milagro los otros expedicionarios? ¿Oyó alguien el regreso de aquella que aún no había vencido a la muerte? ¿Sospecharon las náuseas que genera la fotografía de la voz que éramos? El pensamiento de que alguien podía estar sabiéndola así, conociendo el origen de sus tinieblas, la turbó como si viajara desnuda en el tren.

Pero entonces los serruchos. Con un sobresalto quiso detener el artefacto pero era tarde, otra vez las voces: con un gesto de dolor bajó el volumen y se acercó mucho al aparato. Si aquel disco contenía todo lo que ella creía, tenía una extensión indefinida y el repertorio no haría más que empeorar. Pero no podía dejar de ser testigo de aquel terrible artificio. Aún así, lo que sucedió a continuación la paralizó:
“Penélope, ¿tenés un rato? Disculpame que te llame ahora, pero estoy muy nervioso. No sé si ellos me van a escuchar, yo no sé hablar”
Era una voz absolutamente despejada de maldad. Una voz joven y profunda, bucólica, que hablaba de rebaños apacentados, praderas llanas y horizontes lejanos. Su nerviosismo era inocente y cristalino, auténtico porque hablaba de superaciones y nuevas voluntades.

Y se sintió a sí misma a continuación animando, respondiendo con las palabras justas, alentando con cariño, logrando que la confianza al otro lado de la línea se afianzara. Más segura de lo que jamás había vuelto a ser. Supo que ya no podría hacer algo así. Porque todo falló una vez, todo podía volver a fallar, y aún esa última expedición podría desmoronarse en cualquier momento. Todo era conciencia de fracaso y miedo en sus proyectos. Y sólo sabría transmitir su temblor.

*

La belleza de la mañana se me antojó hiriente, ya no más conciliadora. El recuerdo del recuerdo se había avecinado muchas noches pero esas imágenes brumosas de edición vertiginosa nunca habían portado sonido. Traté de capturar esta vez su voz. Su presencia me había regocijado tanto que su nueva ausencia me dejaba más desolada que nunca. Muchas veces había dicho, y siempre era verdad, que su vida me había marcado más, mucho más que su muerte. Lo extrañaba incesantemente y todos los días en variable modulación de frecuencias. Pero su voz cercana, como al otro lado del teléfono, me había traído la urgencia del abrazo.
*

Con una película líquida pendiendo de los párpados, cerró los ojos y apretó la oscuridad. Dejó que cayera una sola lágrima pesada, tibia. Supo, porque cada pista se encadenaba con los mecanismos del recuerdo en una interacción de poleas y palancas, lo que venía.

Después de los serruchos, otra vez la memoria grabada. El murmullo que percibía le permitía adivinar el día de sol, la expectativa de la llegada de aquella otra expedición. Oyó pasar, como desintonizadas, las voces de conflictos mezquinos sobre las plazas asignadas de las habitaciones femeninas, y cómo con sus brazos contuvo, como un anémico presagio de aquella tarde, el llanto de una niña que se sentía perdida y sola. Recordó que mucho tiempo después, a pesar del dolor, había sido condenada por las decisiones que la excursión nefasta le había exigido. En esos tiempos, como en todos, la vida en comunidad reclamaba toda la sangre y los sueños de sus líderes.

El murmullo era interrumpido por una memoria clara. El grito de alegría de la muchacha que había sido, de una de las que había sido, mientras era abrazada y levantada en el aire por Juan, luego la voz profunda y clara la conducía por las imágenes grabadas en las paredes, a través de las figuras que ellos habían producido bajo su conducción, la voz de Juan contándole lo bien que había podido resolver el desafío, lo mucho que transmitieron sus palabras, cómo percibió otra voz hablando en la suya, pronunciándose en él y la Presencia, siempre, acompañando la batalla.

*

Una de las chicas que compartía la Nueva Expedición se me acercó. Con un sobresalto y la mirada empañada dirigí mi atención a ella, que era totalmente ajena a la sesión de pasado que yo estaba manteniendo. No me preguntó qué me pasaba sino, con mucha más precisión, si podía ayudar en algo. Ya había juntado sus pertenencias y ordenado litúrgicamente el metro cuadrado de habitación que había ocupado aquellos días.

La miré, se parecía a mí. Los rulos definidos y oscuros, la mirada limpia, la cara redondeada. Habíamos conversado mucho aquellos días y nos habíamos identificado mutuamente en historias sencillas de amores y confusiones. Con el resto del plantel femenino, que era minoritario en la expedición, estábamos llevando un juego de ficción que había ido creciendo en complejidad y seriedad.

Consistía en imaginar una relación colectiva con los conductores del transporte que entre todos habíamos logrado abonar para llevarnos hasta la población costera. Los choferes eran dos, de formato similar, muy parecidos entre sí y hasta de conductas parejas. Las mujeres eran doce conmigo, por lo que más tarde una de ellas, la más ágil y pícara de todas, propuso organizar una salida de catorce personas. Así que cada una de nosotras llevamos al extremo la chanza. Cada vez que una interactuaba con alguno de ellos lo anunciaba a las demás “me preguntó si las tostadas se me habían quemado” y todas interpretábamos cada mensaje como declaraciones de amor eterno o por lo menos sugerencias de alto voltaje: “Eso porque te ve candente”.
“Me preguntó si no tenía frío” dije yo, y una aportó “te está cuidando”. Otra redobló la apuesta “te miró las piernas”.
“Me dijo que tenía algo en la espalda”, confesó una y todas supimos del interés de los choferes por las actividades que estábamos emprendiendo. Nos habíamos colocado mutuamente sobres en las espaldas, todos éramos buzones caminantes y los demás depositaban en nosotros sus miradas, sus mensajes. A partir de ese momento los choferes nos miraban y preguntaban, ansiaban ser parte de la comunidad, se acercaban a nosotros con creciente atención y colaboraban en la producción de los alimentos. Éramos una caravana circense sin fisuras. Los mecanismos del grupo combinaban el placer con la heroicidad y un exceso de cariño circular. La Presencia nos atraía a todos de manera equidistante y ablandaba nuestras tristezas más sólidas y antiguas.

Pero el  juego, como otros paralelos, se desarrollaba sin pausa y rozaba las ilegalidades. Me enviaron a averiguar, por mi edad podía hacerlo con mayor impunidad, nombres y edades. Cumplí mi misión con creces y luego de entregar el dato lo olvidé con desdén “además me alcanzó una esponja”, agregué. “Eso es amor”, concluyeron. Por momentos olvidábamos que eran dos, por momentos olvidábamos que éramos doce.

A esa altura del delirio soñamos rupturas, “no se despidió de mí”, “le dije que lo nuestro era sólo un amor de verano” y más tarde “no me volvió a llamar”. Además evaluamos la conveniencia de la profesión, que era lo único que sabíamos sobre ellos “no te pasa a buscar en auto, te pasa a buscar en micro”, “nos puede llevar a todos y nos vamos a un parque de diversiones”.

En el medio del camino nos detuvimos a conseguir provisiones para el resto del viaje hasta llegar a destino. Les pedí que se ordenaran, costumbres absolutamente irracionales y porque lo había hecho ya muchísimas veces esos días, me sentía responsable por cada uno de ellos, los enumeré tocándoles el hombro. Como no tenía sentido, y cada vez más lúdica, les pregunté al finalizar si se acordaban el número que les había asignado. Hubo varios  comentarios cruzados acerca de la posibilidad de conseguir mi número de teléfono, y sonrojada, indiqué que en quince minutos nos encontraríamos allí mismo.

Conseguí algo de mercadería para compartir y al más chispeante y estelar de la Nueva Expedición le pregunté si había logrado consumir algo antes del resto del camino “un champagne”, me respondió con una media sonrisa muy brillante. Seguimos adelante.

*

La expedicionaria adolescente parecida a la Penélope adolescente se alejó confundida. Como quien estira los dedos y roza lo misterioso, comprendió sin abarcarlo que algo estaba sucediendo en la frontera de la expedición. El puente de humo de escuchas y grabaciones entre aquellos dos viajes era el corazón de lo mágico pero todos allí sabían, todos ya sabían que algo pasaría y algo estaba pasando.

Penélope miró por la ventana hacia las cosas iluminadas por el sol implacable previo al mediodía. Su perfil recortado por la luz solar estaba bordado con pelusitas iridiscentes que suavizaban su expresión de profundo interrogante.

Otra vez sola, supo que la única opción era seguir hasta el final. PLAY. Serruchos. La canción de los líquidos y los metales golpeando vidrios le señalaron la alegría ingenua de un almuerzo de muchos. Después traje de baño ojotas protector solar. Pasos, la arena, la hermosísima arena, el número impronunciable de granos de arena y la alegría ingente. Como no sabían que era imposible, lo hicieron. Estaban ahí.

El sonido imperceptible de los pasos en la arena, el más sonoro de las huellas en el mar. Gotas salpicar, el agua se abría ante sus pasos. La celebración de la vida, los cuerpos jóvenes moviéndose al sol, y la Presencia bendiciendo el triunfo de la comunidad que había dado todo por llegar a la orilla.

Se oyó celebrando con la otra voz femenina, la de Julieta, que se entrelazaba con la suya, pero después un quejido y esa voz siempre más prudente “tengo un calambre, voy a salir”. Una corriente más fría lo explicaba y también ella trató de volver a la arena, pero enseguida recapacitó, sabía que a medida que pasaran los días estaría más cansada y que debía aprovechar para poder disfrutar del mar esa tarde.

Se sintió sola pero se movía con agilidad, feliz se dejaba llevar por el movimiento del agua que la levantaba y la depositaba con suavidad, iba girando para ver a todos, para verificar que todos estuvieran cerca. Se sentía responsable por todos en la expedición. Entonces fue levantada en el aire por una enorme ola fría y ya no pudo volver a sentir la firmeza del suelo. Con pavor comprendió lo que estaba sucediendo, mientras fuerzas y velocidades diabólicas las arrastraban hacia el este y hacia el sur, en diagonal lejos de la costa. Creyó que podía tratar de nadar para regresar a la tierra pero no estaba sola, y no quiso intentarlo. A su lado, una niña de nombre desconocido para ella porque era parte del grupo que había participado en la primera parte de la expedición, se sacudía desesperadamente. Le gritó un vocativo de cariño, le pidió que se quedara quieta y que aguantara. Vio que había otros a la deriva con ellas y no los identificó. Trató de mirar hacia la playa. Lo que vio la dejó, si eso era aún posible, sin aliento. Una línea delgada e interminable, una línea dorada a enorme distancia, mucha gente paralizada mirando a los accidentados como una lenta despedida y el mar, todo el mar entre ella y la orilla y la vida. Vio al querido, queridísimo hombre consagrado que acompañaba la expedición y exclamó con todas sus fuerzas, como hizo Aquél en la cruz: “Paí”. En guaraní, papá. Paí.

Todas las veces que Penélope quiso había podido desgrabar esa tarde, esos minutos en que toda su historia se había interrumpido. Pero la traducción de cada sonido y cada ruido y cada mensaje en tiempo real, la reproducción exacta del recuerdo por medio de murmullos, gritos y llantos la estaba destrozando con un filo más fino que nunca. Porque había querido recordar muchas veces buscando la pieza que faltaba, una respuesta, una pista que ayudara a desenredar el desastre. Pero nunca así, nunca allí, donde todo había comenzado.

Entonces la niña logró acercarse a ella y trató de flotar sobre Penélope, con el egoísmo comprensible que trae la desesperación, con la desesperación y la violencia a donde arroja a todo humano y todo ser la incapacidad de respirar. Logró desasirse y repetirle que por favor se calmara, que todo estaría bien. Penélope ya no trataba de resistirse a ese movimiento infame que los había empujado al centro del océano, ni de evitar la soledad.

 Comenzó a preguntarse con inédita calma cómo iría terminando todo, cómo reaccionaría antes del final. No pensó en nuevos comienzos. Quiso creer que no los habría.

No vio acercarse al socorrista que había logrado llegar a ellas. Cuando estuvo cerca, muy tranquila le explicó que ella estaba bien, que se llevara a la pequeña. No hubo en el pedido ni gotas de heroísmo ni conciencia de su rol. Todo era verdad, ella estaba bien y la niña no. Enseguida llegó alguien más, la tomó por el cabello para acercarla y luego le indicó que debían patear en dirección a la orilla. Había corrido varios cientos de metros en segundos y hablaba entrecortado, agitado. Ella, inexplicables reacciones, le preguntó al socorrista cómo se sentía. La anulación de la preocupación por sí no tenía aspectos racionales. Era todo lo que sabía hacer. A medio camino encontraron a otro guardavidas -la voz grabada no la ayudó a recuperar sus rostros- a quien se le comunicó que el que primero había llegado estaba a punto de ser víctima de la niña, que se agitaba sin oír razones.

Pasaron unos minutos de agua, ella sintió que era todo muy fácil y enseguida salvaron la distancia, que quizá no era tanta finalmente. Cuando pudo pisar la arena fría y mojada otra vez, aún muy lejos del fin del mar, el socorrista le preguntó si podía seguir sola a partir de allí. Podía, claro. Agregó instrucciones: “no corras ni grites que te vas a desmayar, y pedí que llamen a una ambulancia”. Corrió y gritó y pidió que llamaran a una ambulancia. Llegó a su comunidad que formaba una ronda, fue abrazada, interrogada, no contestó, no supo. Una muchacha de baja estatura la rodeó con sus brazos “pensé que te iba a pasar algo a vos” y sintió injusto que la preocupación de la chica fuera mayor por ella que por los demás. Otro joven la tomó de la mano y le pidió que lo acompañara a ver quién estaba en la orilla.

Alguien estaba en la orilla, era un cuerpo dormido en la orilla, con un grupo de gente alrededor al que se le pedía que se dispersara, que se alejaran para que circulara el aire. Ella no sabía su nombre, porque no lo había visto ni en la playa ni en el mar. Preguntó y le dijeron. Era Juan, al borde del abismo. RCP violento, gritos, llanto, traslado.

Hubo mensajes confusos acerca de quién lo llevaría al hospital, si había que ir a buscar la documentación a la casa, decisiones banales y necesarias, Penélope se oyó paralizada, como caminando en círculos, tratando de encontrar una respuesta.

El grupo en círculo y una plegaria en patética disposición, mojados, a medio vestir, llorando algunos, otros sin poder ni siquiera intuir la tempestad. Penélope apenas pudo reunir al grupo, pedir que no hubiera comunicaciones al exterior, que guardaran los teléfonos hasta saber, o hasta no saber, y conducirlos de vuelta al recinto.

En el camino notó que todo el pueblo posaba sus ojos sobre ellos, alguien le respondió algo a un comerciante que pedía noticias, y el silencio, el silencio lento de la caminata. Trató de comenzar a juntar las piezas, recordó que no había dejado que la niña se colgara de ella, y que en la desesperación –no podía hallar, ni en la memoria ni en el relato, otra palabra- la niña había llamado a alguien que estaba en la orilla. La niña había pedido a los gritos la presencia de Juan, la ayuda de Juan, quien creyó que podía ayudarla, quien supo que debía hacerlo. Se preguntó sólo una vez qué hubiera sucedido si ella hubiera podido socorrer a la niña, o si hubiera dejado que la hundiera, que la ahogara con sus espásticos movimientos. Por primera vez, la primera de muchas veces, se respondió que ojalá hubiera sido así. Pero que no había sido.

Llegaron a la casa, no todos. Algunos habían llevado a Juan al hospital, pero ella no sabía ni quiénes eran ni se preguntó cuántos faltaban. Se dispersaron. Sintió que todo estaría bien pronto, volvió a pedir que nadie enviara mensajes ni hiciera llamados, entró en la cocina con otra compañera y sintió hambre. Con una milanesa fría en la mano, bromearon. Se dedicó a esperar la llamada que avisara que ya todo estaba bien, que ya estaban volviendo a casa.

Aquí en la Nueva Expedición, Penélope doblada junto al reproductor de sonido no pudo evitar transportarse a la tarde del desencanto, no pudo evitar percibir hasta el frío del agua y el sabor de la sal. Las imágenes eran tan grumosas como siempre pero el sonido, fielmente grabado, la devolvía con crueldad al corazón de su pasado, al grito del que todos los demás eran eco.

Se oyó tras los serruchos. Atender una llamada y luego otra, hablando con Joaquín, uno de los compañeros que había ido con Juan al hospital. Ella no preguntaba, él no respondía. Los dos sabían, nadie lo decía. Tenía que ser así; no era Penélope la portadora de la noticia, no era ella quien lo anunciaría. Llegó al extremo, se asomó a los bordes del abismo. Pero nunca lo pronunció. Y entonces se convenció que todo estaba bien y todo estaría bien, y que la próxima llamada lo confirmaría.

Pero esa llamada nunca llegó. Entró Joaquín al lugar, todas sus puertas estaban abiertas y muchos de los expedicionarios esperaban afuera. No dijo nada, o tal vez dijo “lo perdimos”, pero ella registró el sonido de un gesto. Las manos tensas se cruzaron y volvieron a separarse “ya está”, confesó el gesto. Ella lo vio desde arriba, asomándose por la puerta de la habitación a través de las escaleras. Ella tradujo el gesto y comprendió. La muerte es absoluta certeza. Oscuridad y golpes secos de tambor. La muerte no trae preguntas.

Me oí llorar sin gritos, encontré un rincón junto a la bisagra de una puerta y me dejé caer. Sentí que alguien me rodeaba con sus brazos y no supe quién era entonces, ni supe nunca quién fue. Seguí llorando, con los ojos cerrados, hasta que me quedé sola. Pasaron las horas, nadie me encontró. En algún momento, quién sabe cómo, me levanté y me arrojé en una cama sin lavarme la cara.

Joaquín llevó una pelota a algunos expedicionarios. Joaquín anunció que habría que pasar la noche allí, que el transporte llegaría durante la noche y volveríamos al día siguiente. Joaquín, con inexplicable y necesaria calma, con todo en sus manos, con los hilos de la expedición a la deriva.

Se acercó uno de los guardavidas al recinto. Para preguntar, o para pedir perdón, que es siempre lo mismo. No recuerdo cómo lo supe, o si lo vi. No supe si era quien me había salvado, jamás podría reconocerlo. Probablemente hayamos vuelto a cruzarnos alguna vez en otra ciudad en otro camino. Nadie me miraba, nadie me preguntaba. Tal vez yo ya no estaba allí.

Recibí varias llamadas que no pude atender. Temí que la preocupación creciera si no respondía, por lo que presioné el botón verde y balbuceé algunas frases sin decir nada: “él estaba conmigo”, repetía.

Los movimientos en la expedición se intuían, yo sabía dónde estaban todos mientras el tiempo, más espeso que nunca, transcurría a saltos sin gravedad. Me enteré de que Joaquín había ido a declarar sobre el hecho a la comisaría. Corrimos a abrazarlo cuando regresó. Ella, la de la voz afinada y prudente, y yo. Lloraba a los gritos. Él.

Enseguida me lo advirtieron, tendría que asistir yo también. Relatarlo. Fuimos algunos, los que habíamos estado más cerca del epicentro. Traté de que la pequeña, muy pequeña, no tuviera que hacerlo. En la comisaría, intenté que me dejaran declarar sólo a mí, porque era la mayor y me sentía responsable por ellos. No recuerdo si los demás tuvieron que hacerlo. Pero yo sí. Me oí fría, distante, describiendo, explicando. La mujer policial entendía mal, me hacía repetir, escribía con errores. Repitió mis propias palabras, leyendo en el monitor. Me preguntó por correcciones o agregados. Nada.

Omití el llamado de la niña a Juan. Omití las quejas por la distancia o la ausencia de los guardavidas al momento del hecho. Omití el dolor anestesiado por haber sobrepasado el umbral tolerable. Omití la culpa. Callé y ya no volví a hablar, por muchos días.

En algún momento de la tarde o de la noche, pasó un auto con el cura párroco polaco, con la madre de Juan. Un silencio atronador cayó sobre el recinto, como una nueva puñalada y agua salada otra vez. Todos supimos que nada podría decirse. Quise que ya fuera otro momento de la historia, las resurrecciones estaban demasiado lejos.

Joaquín anunció que caminaría con los que quisieran a una ciudad cercana, con más luces que aquella. Permanecimos en el recinto Julieta, Jimena y yo. Sonó una sola vez aquel CD rotulado, el del 2009. Lloramos en cada canción, tiradas en el piso. Ordenamos los papeles que queríamos se llevaran los expedicionarios porque ya no podían ser nuestros.

Luego nos arrastramos a un bosque cercano, conseguimos unas golosinas, nos sentamos y nos miramos sin hablar. Me comuniqué con un amigo que supo de esa muerte antes que yo. Le juré que ya no habría cantos ni pascua para mí. Evidentemente la compañía de la muerte imperecedera no da claridad ni arrima verdades.

*

Quién sabe qué pasó esa noche, cuándo llegaron todos, por dónde entraron, quien pasó llave a las puertas. Penélope miró a todas partes, la noche no había llegado en la nueva expedición, pero había caído sobre el resto del planeta, y era de noche en el compact disc. Supo que habían desandado el camino el cura párroco, con la madre de Juan. Y el cuerpo de Juan, para preparar la ceremonia final.

Al día siguiente un viaje interminable que terminó junto al cementerio. Nadie preguntó por el equipaje, caminaron juntos del brazo, ignorando a todos. “Como un ejército yendo a morir”, describió alguien tiempo después. No vieron a nadie, entraron a la sala del velatorio, se separaron para siempre. Penélope no pudo mirar la sombra de quien había sido Juan. Ni llorar.

Consuelos, explicaciones, racionalizaciones. El reproductor escupía palabras inútiles, nadie dijo una sola verdad, iban cayendo uno tras otros los expedicionarios en el fondo de la realidad. Habían regresado. Pero no habían regresado todos. Y ahora debían vivir, sobrevivir, estar, permanecer, seguir caminando. Solos. Y la Presencia, sobrevolando la escena.

El aparato hizo silencio y no volvió a decir. No hubo más serruchos, ni voces, ni agua cayendo. Penélope trató de recordar los días que siguieron a ese día, con enormes dificultades. Baches, parches, abismos. La soledad y las distancias se intercalaban sinuosamente, y su cuerpo se deslizaba entre los días para no preocupar a nadie, tratando de que todos los que amaba recuperaran al menos una porción de vida. No supo cómo regresó, cómo se levantó esa primera mañana de trabajo. No encontraba el protocolo del duelo y no estaba interesada en él. Sabía que era sobreviviente de una tragedia, y que su vida toda era una deuda.

Un día caminaron hasta la casa de Juan, como habían hecho tantas veces –de nada sirve volver-. Encontraron a su madre en camisón, hablaron, le preguntaron, trataron de contarle –de nada sirve el valor-. Ella no sabía todo lo que quería saber, había fragmentos de memoria que el mar le había robado y tal vez estaba bien que así fuera –de nada sirve el porqué-. La madre del dolor le pidió ayuda para revisar la computadora de Juan y allí en un rincón del escritorio –de nada sirve el adiós- encontró un ícono en el que aparecía otra grabación, otro disco compacto, la copia de la conversación que habían mantenido preparando el relato que tan bien había resultado, que tan feliz había hecho a Juan. Era sobre la amistad, y tenía un encabezado: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.

*

Una voz masculina  sacó a Penélope de su sopor memorioso para avisarle con ternura que el tiempo de las limpiezas había llegado a su fin. Era la hora de continuar. Había sido enviado a la Nueva Expedición con la sola misión de ser espejo de la Presencia. Compartía demasiados rasgos con el padre de Penélope.

Heber, el primer nombre. Enseguida sugirió, bromeando, la uruguayidad, como la de su padre. Coincidían. Ambos, uruguayos. Con el primer mate amargo, se animó a seguir preguntando. La misma edad tenían, y a la misma edad habían desembarcado en la ciudad de Buenos Aires de las esperanzas turbias. Las coincidencias eran inverosímiles, pero lo fantástico había sucedido tantas veces en su vida que sólo pensaba “en un guión o una novela esto sería reprobado”, y aceptó con obediencia. El mismo nombre, la misma nacionalidad, la misma cantidad de años de vida y de estadía en el país. Y una hija, una Penélope espejo, de su misma edad.


Se dirigieron todos juntos hacia el bosque, el lugar donde la magia se hace presente. Y allí la última ronda, un árbol caído en el centro, se iban desvaneciendo los roles y cada cual era solamente uno en los otros, eran porque habían construido un nosotros con raíces, vuelos y libertades. La canción iba creciendo en ecos y matices. Con la nota más alta comenzó la despedida. Penélope dio por clausurada la Nueva Expedición, y se sentó en el asiento delantero del transporte para planear el horizonte mientras volvía a casa. 

miércoles

Juan

A los que escribimos, a algunos de los que escribimos, cuando leemos las realidades nos tiembla el pulso. Nos asume una ansiedad incierta, a veces hasta torpe, de hacer arte con tantos dolores. El pueblo y sus injusticias nos reclama, nos llama a gritos, nos tira el borde de la manta cuando tratamos de denscansar.

Y no nos deja. No es genético, ni simplemente intelectual. Pero no sabemos por qué necesitamos amplificar los mensajes de la tierra. Será porque vimos la desigualdad, porque nos conmovió una lucha, porque algo en los otros escribas que son los medios no nos cierra y se hace roca en los calzados. Hay algo que no dicen, ellos. Que tenemos que decir.

Algunos sugieren que buscamos el sufrimiento humano, que intentamos vivir en épocas duras, que nos regocijamos en desarrollar ensayos a partir de la parte vacía del vaso. Esos no entendieron que este sistema no propone tiempos fáciles, que ni siquiera las transformaciones positivas y el trabajo optimista de muchos nos va a conformar, que tendremos que seguir denunciando, que ni siquiera enamorados olvidaremos la mirada del hambre y el silencio amargo que mastican los que vieron morir a los que aman.

Pero de todos los que somos, de todos los que intentamos o más bien se nos hace inevitable elegir la faz gritona de la palabra, porque ella nos eligió a nosotros, lastimeros militantes… de todos decía, hubo algunos que elevaron la voz por todos los que apenas balbuceamos realidades. Hubo y sigue habiendo algunos que, como Walsh, tuvieron que salir a izar verdades, que en el momento justo honraron sus compromisos.

Hubo, hay pocos, que además desarrollan las capacidades creadoras y transformadoras de la palabra para que diga más, para que diga para siempre. Tal vez haya uno sólo que llevó la poesía a los límites de su potencia militante. Que hizo la palabra gritar y sollozar, que se hizo palabra de muchos, que nos pegó un verso que no deja de cantar pero que nos duele, nos molesta. Uno que hizo a la poesía dar vida y que hizo de su vida poesía coherente, sólida, implacable y por eso mismo eterna: para llevar a la vida y para grabarla de por vida.

Juan Gelman poeta militante. Militante poeta. La yuxtaposición no admite que los calificativos sean separados, es imposible que cada uno vaya por su lado. En las luchas hay hombres que mueren sufriendo, hay muchos otros por los cuales valió la pena luchar. Hay hombres cuya muerte es una herida abierta, una denuncia imperecedera. Y hay hombres que hacen de su vida toda una lucha, que viven para hablar, que guardan la memoria de los pueblos.

¿Valdrá agregar detalles biográficos, citar los versos que recuerdo, contar una anécdota improbable sobre Juan? ¿No hay ya mucho de eso merodeando por ahí, y además al alcance de la mano de cualquiera, una googleada, un diario de hoy con una editorial dirigida a masturbar un interés limitado, egoísta, chiquito? ¿Tendrá sentido repasar información que pierda peso con el paso de los días, cuando los raccontos de verano vuelvan a dejar paso al debate sobre las altas temperaturas? No voy a ser yo, no va a ser aquí, mientras brindo con un tinto aceptable, porque morir es otra cosa que toda esta vida que nos acompaña hoy, en tiempos más prometedores. En tiempos de redención lenta de la belleza.

Cuando todo pasa, cuando los caminos del poeta, su vida, su muerte, todo lo que amó, todo lo que perdió y su coyuntura histórica quedaron atrás, queda la literatura, queda la palabra. Para honrar los caminos del poeta, y su vida, y su muerte. Y todo lo que amó, y todo lo que perdió.  Y su coyuntura histórica.

lunes

candelabro

Los dioses miraban el borde del balcón. Los humanos los habían desafiado, otra vez, cerca del solsticio. Maldiciones se habían levantado al cielo entre cortes de luz, saqueos, rayos e incendios, Los puños en alto, los ceños fruncidos. La salvación se había extinguido, decían, no había alegría ni emoción que valiera tantas incomodidades, pena y dolor. 

Los dioses la miraban, las puntas claras de los rulos al viento, desorientada y vertiginosa como Helena mirando Troya. Frágil e insensata como sirena violenta, como mascarón de proa, pendiendo de la punta del balcón, con los ojos perdidos, sin enfocar el objetivo en ninguna esquina de toda la ciudad. Los dioses demostrarían justo en ella, que cada vez creía menos en la fe y más en las liturgias, que la salvación aún merecía plegarias, poesías y riesgos.

El viento de la noche le acarició la cara, despertándola y rozando algunas soledades. Al día siguiente tendría que encenderse muy temprano pero eso había sucedido a lo largo de todo el año y siempre le había importado poco. Ni siquiera dormir le ponía pausa a un cansancio que tenía más memorias que proyectos. Y en sus días crecía una duda sembrada en el corazón del corazón. Las preguntas ensombrecían su ya célebre contundencia, no le gustaba la sensación de caminar en el barro. El mareo le nublaba las certezas al borde del abismo. Porque nada sucedía ni fluía, porque contenía sólo con sus palabras un cauce que finalmente desbordaría. Para bien o para mal.

Él siempre había sido de mochilas pesadas. Pero con contrahistorias y desventajas, había llegado muy cerca de donde quería estar. Lejos del suelo, pero cada vez más comprensivo de la tierra y sus asuntos. Equilibrando decisiones y retórica, esta vez estaba seguro de los próximos pasos y se creía conocedor de sus resultados. Sabía que todo exceso discursivo traía reacciones, había analizado textos y movimientos de la razón, casos ejemplares a lo largo de toda la Historia. 

Y había visto la grieta en sus ojos por lo menos una vez. La había descubierto caer en un abrazo innecesario, y disimular una vibración. La había conocido enfriando sus palabras, endureciendo la sonrisa, declarando con crueldad que el amor era un vestido que guardaría para mejores noches. Pero había intuido la proximidad de un desliz, uno entre mil. Y sabía que si sintonizaba con puntería podía llegar a ser testigo del mismo. Una confianza que venía de otros mundos, de otras presencias, se apoderaba de él. Una poesía que ella conocía, un verso que la había cautivado en una antigüedad lejana. Tal vez la llave podría volver a girar. 

No entendía bien cómo ni por qué había dicho que sí, pero en el momento justo había perdido la noción de lo conveniente y extraviado las razones correctas para decir que no. Sabía que no hubiera elegido lugar mejor en esas tardes tibias, que languidecían en siestas y tiempos libres para leer libros viejos y elegir música nueva. Se había quedado sola escuchando una canción de Lisandro Aristimuño en medio de la multitud en un teatro lleno y por un instante fugaz había deseado que él pensara en ella cuando sonara esa estrofa. Que la cantara en voz baja mientras ella suspiraba y veía la marea bajar dejándola sola y con las rodillas expuestas. 

Sacudió la cabeza, los dioses se desilusionaron, alejó las dudas y supo que otra vez podía simular la negativa, aunque todo su cuerpo quisiera abrir la puerta. Que debía ser coherente con sus palabras recientes y además convincente, para que él no se acercara más, para no lastimar a nadie más. Para poder seguir siendo ella misma, libre, segura e impune. Independiente de todo condicionamiento y sin excusas y sin miedos y sin ascos. 

Y sin embargo, él había visto la grieta. Y ella lo había visto mirando, seguro de la derrota pero intuyendo la mínima posibilidad de estar con los ojos en el cielo cuando la estrella cayera. Entonces, una vez más, sólo una vez más, tiró la caña, estiró la mano, y encontró, velada, otra vez, asustada y alejándose, esa vibración. Ella se sintió descubierta y frágil, chiquita y vulnerable, e inmensamente triste por lo que estaba por hacer, por dejarse hacer. Entendió que los próximos minutos serían arrepentimiento y empezó a ensayar disculpas y olvidos. Pero vio la red, perdió el equilibrio y se dejó caer. 

La ciudad se calmó en un viento tibio. Cada luz era una vela desenfocada, todo un candelabro tembloroso, una escenografía inmensa. Todo interruptor se quedó inactivo para no modificar el telón que acompañaba el encuentro del que toda indiferencia era espejismo. Y se dejaron caer. 

Los dioses miraban. Ella vibró una vez más, como una cuerda en Sol, él alejó la tormenta con una mano sosteniéndole la cara muy cerca y la otra deteniendo la huida alrededor de la cintura. Lo que ella no esperaba, lo que no entraba en sus cálculos, lo que se movía dentro de otra lógica, era la marea que generó el dique al abrirse sus compuertas. Constante, ruidosa, creciente pero no destructora, una ola purificadora que se llevó los sedimentos de un siglo de miedos y sin embargos. No pudo disimular que todo lo que era se transformaba en afirmación a lo que iba a venir. Podía ver todos los caminos con claridad y sin cálculos ni mapas, entendía que se quedaría allí, o caminando desde allí . Que no se trataba de libertades y seguridades, sino de salvaciones y alivios. 

Lo que vino después, risas, canciones, mates y textos, no era más que la traducción en cuentos de una plastilina que se amoldaba en las manos del verano, infante inconsciente, riendo mientras desarma fosas y castillos de arena a la orilla de algún mar.
Aún ahora, con vino en un vaso de vidrio grueso y las uñas azules a medio despintar, despeinada y con los músculos doloridos de escaleras y amor, recordando y tratando de explicar, trataba y no encontraba, buscaba y no podía, intentaba delinear las razones de ese salto a la deriva, de ese asomarse al abismo, de ese dejar la zona de las comodidades, de las ironías y las soledades. Una sonrisa en medio de la ciudad. La sonrisa de una chica entre tanta queja y error. El precio que pagarían los dioses para demostrar la vigencia de la salvación. Para notificar, ante el reclamo, la validez del amor.