Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

martes

eclipse de mal

Cuando todo terminó, lanzó su mirada muy lejos y ya no pudo regresar. El viento claro de la noche mecía su cabello enmarañado.

De repente, como un fragmento extraviado en otro tiempo, recordó aquel episodio en el que, durante un viaje en remis un desconocido sentado en el asiento de adelante le besaba las yemas de sus dedos, mientras sus brazos se extendían a ambos lados del respaldo. 

Lo pensó otra vez. No sabía si había sido así o al revés. No estaba segura, tal vez había inventado esa memoria.

Se preguntó por qué siempre se sentía muy sola después del amor. Se preguntó por qué ahora le quedaba claro que eso había sido amor, al menos hecho de la misma sustancia que el amor, y que la consecuencia inevitable e inmediata era la soledad. 

Miró el corazón de la noche y encontró el reflejo de sus siniestras sospechas. La oscuridad del final de la primavera era un mimo del cielo. Calor, ternura, liviandad. Pero ella sólo vio allí anticipos del fin. 

No dijo nada, porque cada encuentro la ponía taciturna, y se iba hundiendo en un pozo interrogante. No dijo nada, mientras él intentaba pescar palabras en las aguas de sus ojos. 

No supo por qué a él le incomodaba tanto su silencio. El cielo anaranjado del amanecer ya se reflejaba en sus ojos de buscador, mientras trataba de leer su mente y volvía a preguntar qué pasaba por ella.

Su voz cálida seguía martillando en el mismo lugar, pero sin horadar la piedra, ya era tarde, ella ya se había vestido. Le había dado la espalda, era una despedida.

Él no entendía, o no quería entender las certezas escritas en esa ausencia, en ese silencio. Ella ya había dicho todo, ahora no tenía palabras, sólo un abismo de formas y colores, vacío de letras, insomne de signos, libre de dolor.

No sabía que esas también eran las reglas del juego, que no había lenguajes ni clasificaciones para el encuentro, que era siempre no ser, que era otra vez no estar, que era dejarse arrastrar por la espuma tornasol de la catarata de besos pero no podía, no podía ser construcción ni búsqueda ni la autosuficiencia propia del amor. 

Pero no hay nada más profundo que la piel. Por eso los poros eran los portadores de la afirmación, los dueños de la verdad. Y ella, a merced de los impulsos del cielo, sincera en el error pero cada vez más distante, soltando las últimas anclas, impermeabilizando todo el corazón.

Huía de ella una libertad apasionada que la había llevado hasta allí, que la había dejado entregarse a las oportunidades, que ya era toda dudas y fragilidad, una niña cansada de hamacarse en la plaza, un ovillito de soledades. 

La voz convincente y jaspeada de él, una voz llena de matices, una gran voz de actor, seguía repitiendo frases sin remate, que hablaban de vuelos, que buscaban verdades. 

La voz de alguien que ya estaba lejos y en camino, que ya había armado una mochila con poco equipaje, que rozaba con la punta de los dedos una boca que se iba quedando sin saliva, que iba borrando las huellas que dejaban sus pasos livianos e inconstantes.

Era tarde, era demasiado tarde, incluso para despedidas. Podrían no haberse encontrado jamás, o podrían incluso seguir coincidiendo. A ella se le antojó que eso ya no sería una opción. Él quiso sacarse de los bolsillos los problemas que le quedaban. Aunque hubiera querido que ella fuera suya en algún momento de la noche. 

Pero el sol subía y era demasiado tarde para posesiones. Ella ya se había vuelto a poner su vestido y seguía callada. Él ya había vuelto a mirar un mapa, él ya había regresado a la desorientación vital mientras sincronizaba su búsqueda con el ritmo cadente que sonaba. 

Las puertas se habían cerrado una tras otra, semáforos en amarillo, y juntos y abrazados se iban quedando cada vez más solos.

Una tristeza de Getsemaní la invadió, mientras se rompía un bretel del vestido y los reclamos quedaban cada vez más lejos. Su cuerpo yacía fatigado pero no tenía importancia el cuerpo ya, todo el placer se había deshojado. Buscaba en el silencio una respuesta, mientras él dialogaba con su camino y hablaba por los dos.

Salieron y caminaron sin mirarse. En un instante confuso, se dijeron que chau. Ella no se percató que seguramente era la última palabra que oiría de esa voz de pastor. O tal vez sí, y por eso se mintieron sin verse las caras, alejándose de todo, pensando ya en llegar y dormir.




Mientras lo veía alejarse con pasos musicales, deseó haber sido bella de verdad. Cuando se encontraron, los dos ya se estaban yendo. 




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