Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

lunes

candelabro

Los dioses miraban el borde del balcón. Los humanos los habían desafiado, otra vez, cerca del solsticio. Maldiciones se habían levantado al cielo entre cortes de luz, saqueos, rayos e incendios, Los puños en alto, los ceños fruncidos. La salvación se había extinguido, decían, no había alegría ni emoción que valiera tantas incomodidades, pena y dolor. 

Los dioses la miraban, las puntas claras de los rulos al viento, desorientada y vertiginosa como Helena mirando Troya. Frágil e insensata como sirena violenta, como mascarón de proa, pendiendo de la punta del balcón, con los ojos perdidos, sin enfocar el objetivo en ninguna esquina de toda la ciudad. Los dioses demostrarían justo en ella, que cada vez creía menos en la fe y más en las liturgias, que la salvación aún merecía plegarias, poesías y riesgos.

El viento de la noche le acarició la cara, despertándola y rozando algunas soledades. Al día siguiente tendría que encenderse muy temprano pero eso había sucedido a lo largo de todo el año y siempre le había importado poco. Ni siquiera dormir le ponía pausa a un cansancio que tenía más memorias que proyectos. Y en sus días crecía una duda sembrada en el corazón del corazón. Las preguntas ensombrecían su ya célebre contundencia, no le gustaba la sensación de caminar en el barro. El mareo le nublaba las certezas al borde del abismo. Porque nada sucedía ni fluía, porque contenía sólo con sus palabras un cauce que finalmente desbordaría. Para bien o para mal.

Él siempre había sido de mochilas pesadas. Pero con contrahistorias y desventajas, había llegado muy cerca de donde quería estar. Lejos del suelo, pero cada vez más comprensivo de la tierra y sus asuntos. Equilibrando decisiones y retórica, esta vez estaba seguro de los próximos pasos y se creía conocedor de sus resultados. Sabía que todo exceso discursivo traía reacciones, había analizado textos y movimientos de la razón, casos ejemplares a lo largo de toda la Historia. 

Y había visto la grieta en sus ojos por lo menos una vez. La había descubierto caer en un abrazo innecesario, y disimular una vibración. La había conocido enfriando sus palabras, endureciendo la sonrisa, declarando con crueldad que el amor era un vestido que guardaría para mejores noches. Pero había intuido la proximidad de un desliz, uno entre mil. Y sabía que si sintonizaba con puntería podía llegar a ser testigo del mismo. Una confianza que venía de otros mundos, de otras presencias, se apoderaba de él. Una poesía que ella conocía, un verso que la había cautivado en una antigüedad lejana. Tal vez la llave podría volver a girar. 

No entendía bien cómo ni por qué había dicho que sí, pero en el momento justo había perdido la noción de lo conveniente y extraviado las razones correctas para decir que no. Sabía que no hubiera elegido lugar mejor en esas tardes tibias, que languidecían en siestas y tiempos libres para leer libros viejos y elegir música nueva. Se había quedado sola escuchando una canción de Lisandro Aristimuño en medio de la multitud en un teatro lleno y por un instante fugaz había deseado que él pensara en ella cuando sonara esa estrofa. Que la cantara en voz baja mientras ella suspiraba y veía la marea bajar dejándola sola y con las rodillas expuestas. 

Sacudió la cabeza, los dioses se desilusionaron, alejó las dudas y supo que otra vez podía simular la negativa, aunque todo su cuerpo quisiera abrir la puerta. Que debía ser coherente con sus palabras recientes y además convincente, para que él no se acercara más, para no lastimar a nadie más. Para poder seguir siendo ella misma, libre, segura e impune. Independiente de todo condicionamiento y sin excusas y sin miedos y sin ascos. 

Y sin embargo, él había visto la grieta. Y ella lo había visto mirando, seguro de la derrota pero intuyendo la mínima posibilidad de estar con los ojos en el cielo cuando la estrella cayera. Entonces, una vez más, sólo una vez más, tiró la caña, estiró la mano, y encontró, velada, otra vez, asustada y alejándose, esa vibración. Ella se sintió descubierta y frágil, chiquita y vulnerable, e inmensamente triste por lo que estaba por hacer, por dejarse hacer. Entendió que los próximos minutos serían arrepentimiento y empezó a ensayar disculpas y olvidos. Pero vio la red, perdió el equilibrio y se dejó caer. 

La ciudad se calmó en un viento tibio. Cada luz era una vela desenfocada, todo un candelabro tembloroso, una escenografía inmensa. Todo interruptor se quedó inactivo para no modificar el telón que acompañaba el encuentro del que toda indiferencia era espejismo. Y se dejaron caer. 

Los dioses miraban. Ella vibró una vez más, como una cuerda en Sol, él alejó la tormenta con una mano sosteniéndole la cara muy cerca y la otra deteniendo la huida alrededor de la cintura. Lo que ella no esperaba, lo que no entraba en sus cálculos, lo que se movía dentro de otra lógica, era la marea que generó el dique al abrirse sus compuertas. Constante, ruidosa, creciente pero no destructora, una ola purificadora que se llevó los sedimentos de un siglo de miedos y sin embargos. No pudo disimular que todo lo que era se transformaba en afirmación a lo que iba a venir. Podía ver todos los caminos con claridad y sin cálculos ni mapas, entendía que se quedaría allí, o caminando desde allí . Que no se trataba de libertades y seguridades, sino de salvaciones y alivios. 

Lo que vino después, risas, canciones, mates y textos, no era más que la traducción en cuentos de una plastilina que se amoldaba en las manos del verano, infante inconsciente, riendo mientras desarma fosas y castillos de arena a la orilla de algún mar.
Aún ahora, con vino en un vaso de vidrio grueso y las uñas azules a medio despintar, despeinada y con los músculos doloridos de escaleras y amor, recordando y tratando de explicar, trataba y no encontraba, buscaba y no podía, intentaba delinear las razones de ese salto a la deriva, de ese asomarse al abismo, de ese dejar la zona de las comodidades, de las ironías y las soledades. Una sonrisa en medio de la ciudad. La sonrisa de una chica entre tanta queja y error. El precio que pagarían los dioses para demostrar la vigencia de la salvación. Para notificar, ante el reclamo, la validez del amor. 


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