Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

viernes

Vidrieras

Se llama Tomás y tiene 4 años. Veo su carita de enamorado frente a una vidriera enorme de juguetería. Varios minutos que pasan lento. Está mirando un autito que cuesta muchísima plata. Importado, de colores chillones, producto oficial, básicamente un montón de plástico. De repente, empieza a llorar. Y sigue llorando. Su mamá se acerca desde la otra vidriera. Y no lo puede detener. Sigo caminando, llego a la esquina y sigo escuchando el llanto de Tomás.

Me duele, me duele de verdad. Me dan ganas de llorar. Es un berrinche, piensa un transeúnte. Si fuera mi hijo, le propino alto coscorrón, piensa otra mamá que pasa por ahí. Yo me angustio a un nivel irracional. Intento explicarme por qué. Intento. Porque Tomás comenzó a llorar antes de pedir el autito. Porque Tomás intuye, y cuando un niño intuye sabe, que no podrá tener ese juguete, ni la mayoría de los objetos de esa juguetería. Que no le alcanzará todo el dinero de sus padres, o de su madre, ni la vida para comprar, tener y jugar con todo eso. 

Yo sé que Tomás no sabe, que crecerá, como tantos otros nenes, creyendo que necesita cosas que nunca podrá tener. Que crecerá viendo en televisión y en manos de otros niños juguetes, ropa y más adelante fiesta y mujeres a las que no podrá acceder. Que luego querrá unas zapatillas y un auto, pero que no le alcanzará con conseguirlos, si los consigue, que querrá cambiarlos pronto, que nunca descansará. Que tal vez pensará en salir a robar o en ser corrupto y que tal vez, con una combinación de audacia y malos consejos, lo hará. Que nadie le echará la culpa a lo perverso, a lo morboso, a lo pornográfico de un sistema que lo deja solo frente a un caleidoscopio de góndolas, estantes, productos y estrategias de marketing.

En la esquina cruzo la calle intentando que parezca que sé a dónde voy. Tomás y yo estamos en el mismo lugar. Tomás y yo miramos vidrieras y deseamos y nos reflejamos en superficies que no podemos atravesar. Estamos perdidos en el mismo limbo de lo imposible. Yo me siento abrumada en los lugares con muchos productos, como Lisandro, en el supermercado donde hay muchos más paquetes de yerba que los que necesito. Me ahoga que haya tanto stock de todo del lado de adentro y del lado de afuera tantas manos frías sin un mate cocido, tantas panzas que suenan de hambre.


Yo quisiera que Tomás sepa que puede ser cualquier cosa que se le ocurra, pero no puedo prometerle que tendrá todos los autitos que desee. Yo quisiera asegurarle que con un poco de ayuda, tendrá jardín, escuela, universidad y que tal vez un día sea el primero de la familia en ser llamado licenciado. Yo no puedo asegurarle. Él no sabe, no puede saberlo. Y Tomás llora, y yo me angustio con él, porque somos iguales, sólo que yo perdí la espontaneidad de poder llorar a los gritos en la calle. 
Solos en la calle con todo aquello que no podemos alcanzar y sin poder abrir la mirada a todo eso que sí necesitamos. Sin poder ver que lo que nos hace falta de verdad está más cerca que el autito.



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