Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

jueves

manera de testamento.-

para+vida


Gonzalo Rojas, poeta chileno, murió (pero es sólo una forma de decir, porque los poetas no mueren, morir es otra cosa) hace unos días, el 25 de abril. Escribió, en vida claro (porque hay gente que escribe muerta, ¿vio?), un poema llamado “Manera de testamento”. Yo no había escuchado nunca en la vida nada de este señor. Pero el profe de Literatura Latinoamericana sí, y era su amigo, y nos leyó, entre otras cosas hermosas esto, como homenaje. Porque si los estudiantes de literatura no lo homenajean, ¿entonces quién? En una suerte de ritual de lo más bello que puede pasarnos en el Joaquín, escuchamos. Para un estudiante de lenguas, cualquiera, escuchar a alguien que lee es escuchar con todo el cuerpo, por si alguien no lo sabía. Quiero que me digan estudianta, pueden hacerlo, ¿saben?


Gonzalo Rojas escribió esta manera de testamento y estoy segura que de repente se cumplen cada una de sus cláusulas, haciendo honor a ese código universal que no aprendimos, que no manejamos, que no es arbitrario y que no sigue nuestras razones, pero que todos sabemos bien dónde y en qué idioma está escrito.

Unas horas antes, yo almorzaba un diario Clarín y leía que en un supuesto testamento, Bin Laden le pedía a sus hijos que no se sumen a la lucha de Al Qaeda. Si el testamento es real, no me importa. Es tan simbólico y tan irreal como el mismísimo terrorista árabe para mí. Nunca los vi, no me constan. Pero la contradicción de los poetas me atravesó el corazón. Una lágrima de conmoción y de perdón cae sobre la tumba anónima y submarina del depredador de humanos, del amigo de la muerte Osama. El que no tuvo, al final de su vida cruel, más derecho que el de ser asesinado, el que murió atravesado por el odio revanchista, sin juicio y sin palabra, frente a los ojos de su hija de 12 años, mereció, unos días después, si es que existió alguna vez, la oración simple ¿y por qué no, qué otra cosa podía hacer? de una chica en un bar de Córdoba y Ayacucho.

Entonces pensé en que nada tenía que ver el testamento con la muerte si hasta un asesino supernumerario deseó una vida mejor, una vida sin remordimientos, sin traiciones, sin terror para los que había llevado a la tierra. El testamento, como el viejo y el nuevo, es algo para decir, algo para dejar. Como todo lo que escribe cada humano, desde el primero que lo intentó en una caverna, todo es para decir y para dejar, por eso yo intento el mío. Tomo el de Gonzalo Rojas y lo reinvento porque sí. Porque una chica como yo, cuando lee y escucha, y le pega una cachetada en la sinapsis lo que lee y escucha, tiene que escribir y decir, que es lo suyo, no hay otra.

(Notita: dejé en marroncito las partes que le corresponden a Gonza, las lilas son mías.)


A mi padre, como corresponde, un peronismo sano y justo y sin sombras que salve el día y lleve el pan.
A mi madre, la primavera completa.
Al pueblo que se levanta a las 5 para ir a trabajar lejos aunque no se entienda un tren de humo.
Al niño en la calle, el jardín de infantes que le robaron.
A mis amigas, las de la belleza, y la risa y el esmero, el tercer día de las rosas.
A mis dos hermanas, la resurrección de las estrellas.
A esa chica que va del trabajo al profesorado y almuerza por ahí, la mesa puesta con un solo servicio.
A Gustavo Cerati, el mejor de los conciertos.
A la mirada destrozada que no voy a mirar nunca: Dios.
A mi infancia, una calesita de mil vueltas.
A la adolescencia, el abismo y la indulgencia.
A ese tipo que me enseñó casi todo, un pez pescado en el remolino con su paciencia de santo.
A las mariposas, mi panza.
A él, todo el resto, y él está ahí durmiendo.
Al peor de mis alumnos, el número áureo del coraje para no dejar de ser él mismo, para que nunca nunca me haga caso.
A la muchachita que precisa mostrar el culo en Internet para sentirse hermosa, un espejo roto.
Al último que lea el último de mis libros, el salto de la poesía por encima de mi cabeza.
A Belén y a Rolando, las bodas con hermosura y espero que me inviten.
A la Lucila del Mar, esa lágrima.
A mi Mati de 12 años un Ford Anglia listo para el vuelo.
A Buenos Aires con sus mil millones la mitología, el bacheado y el antídoto contra la xenofobia y el fascismo que le faltan.
Al año 76, la mierda.
Al que calla y por lo visto otorga, un trabajo en TN.
A mi carrera un par de zapatos sucios y un vestido gastado.
A la piedra en el mar que abraza al terrorista, otro Nüremberg.
A los que murieron cantando, la grandeza de haber muerto cantando.
A Iguazú, mi suspiro de gratitud y estupefacción.
A todos ellos que dejé por el camino, el riesgo.
A las adivinas, la palma de mis manos.
A los divinos, mi olvido.
A mi pieza de besos y sueños con techo de madera y sin piso, el paraíso.
A Wall Street, otro 11 de septiembre. Sin gente adentro y sin reconstrucción después.
A la torrencialidad de estos días, todo.
A los vecinos con sus pesadillas que no me dejan dormir, ninguna cosa.
A los 34 mineros que mueren en Chile por año, la tapa de miles de diarios.
A Mariano Moreno, la llave del infinito que le dejó un estudiante de historia.
Al cinismo, él mismo.
A mi ex novio, el papel de rey que se sabía de memoria.
A la enumeración caótica, el encantamiento de escribirse así.
A la muerte, una cruz sencilla de entrega subversiva.

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