Love is her best dress.

She never find a night good enough to wear it.

domingo

Las palabras más silenciosas son las que traen la tempestad



...solamente vendrá lo que tienes preparado y resuelto, el triste reflejo de tu esperanza...




La verdad tiene ese privilegio de ser susurro. Privilegio en esta época en la que una sola voz altisonante pretende manejar las vidas y los pueblos, mientras que sus ecos –opiniones, prejuicios, imposiciones a gritos- resuenan confusamente entre órdenes del marketing y las explosiones de una guerra no tan lejana. Filosofía de voces que dialogan y polemizan, pero no imponen por la fuerza verdades –porque la fuerza no es la fuerza de la de la verdad, porque la fuerza no es la verdad de la verdad- sino que musicalmente proponen alternativas dinámicas. Por eso la verdad susurra, para que la atención se dirija voluntariamente hacia su escucha.



Porque su lectura surge en la historia como propuesta, como invención, como creación libre y liberadora de un grupo de hombres altaneros que fabrican conceptos crepusculares frente a la decadencia de un mundo que creían conocido. Por su libertad, el único límite es no pretender aplastar como un monstruo prepotente con su moralidad. Si es una cartografía no definitiva de pistas en medio del caos, el arte de dibujar planos en él, entonces la imposición de normas para legislar ese caos la pierde. Por lo demás, es un intento inconsistente y absurdo. Por su vocación de creación, y de madre, no puede destruir la vida con su cambio y con su muerte, no puede detener el cuestionamiento y el dolor, no puede conservar un orden establecido, no puede asesinar el curso de la propia creación, no puede gritarle a la tempestad que se aleje, y mucho menos abrir el paraguas para simular su inexistencia. Una verdad tiránica no es verdad. La verdad libera, repítalo.



El susurro de la verdad desata la crisis, la tormenta. Se pronuncia en voz baja cuando se arremolina el viento en las calles y pasa por entre los árboles, y caen los frutos. El cielo encapotado no permite ver las estrellas-guía. Se enfurece el mar destruyendo los barcos, y en ninguna parte las brújulas aciertan. Escapan los pájaros y el olor a humedad que sube desde la tierra anuncia y denuncia la crisis que se avecina. Tiemblan las certezas, porque el mismo origen que crisis tiene el verbo cribar, ese procedimiento de separación de los metales, de sacudir lo esencial de lo accesorio. La crisis es el escenario propicio para la re-creación de la verdad.



Por esas mismas razones será que la verdad no debería tomar como propósito el mejorar a la humanidad. Después de la tempestad, cómo podría el cielo desgarrado seleccionar cuáles serán preferentemente las consecuencias de aquella incontable descarga de energía sobre la tierra seca. Y cómo podríamos, al ras del suelo, interpretar correctamente los signos del estremecido firmamento mientras intentamos salvar o entregar de las mejores formas nuestras pequeñas vidas de barro. Y para qué leer en las cambiantes nubes (eso que anda por el cielo y acepta taimadamente su nombre de nube, su réplica catalogada en la memoria) las consignas para actuar correctamente en la cotidianeidad, obedeciendo a cualquier oráculo o ensayo de religión que a través del paraguas interprete el techo.



No, las transformaciones que afectan nuestra forma de comer y de dormir (o de no poder comer, o de no poder dormir), no suelen ser la culpa de los pensadores leídos en universidades, ni de los púlpitos, ni de las plegarias frías. En general, no son. Es a causa de esos gritos autoritarios que no comemos o no dormimos. La verdad y su camino susurra otros problemas, ensaya soluciones, pero no está aquí para resolver sus desórdenes alimenticios, su insomnio desprolijo, su irritación a causa del tránsito y mucho menos su bajo rendimiento laboral y/o sexual. Disculpe usted. 



La verdad es también como un aire de alturas, un aire fuerte que marea y vivifica pero no relaja. Aire de alturas que despierta y dificulta la respiración. Propone una vida voluntaria en las alturas, a merced de las tormentas. No una vida cómoda. No hay carteles indicadores en las montañas. Esta inseguridad lleva a que las grandes voces prefieran su silenciamiento, pues pocos elegirán una vida voluntariamente problemática en lo extraño.La verdad es desautomatizadora, desestabiliza, indaga . No es conveniente, ni gratuita. El precio es una lucha constante inmersos en el caos.



Como camino, implica pasos en lo prohibido. Nitimur in vetitum. Como un balanceo al borde del abismo, tememos lanzarnos hacia la verdad. Un solo susurro puede hacernos caer en la oscuridad y profundidad desde aquellas alturas. La resistencia a la verdad, la necesidad de aferrarnos a lo seguro, es cobardía. No es ceguera, no es ignorancia. Sino dependencia a las estructuras que nos han sostenido en la comodidad, que nos han mantenido fuera de peligro. El hombre aterrado huye de este desafío que le hace la verdad a su propio espíritu que prefiere lo preparado y resuelto, la presencia prometedora de cotidianas ideas disfrazadas de verdad, presumidas.  



Es que el abismo es un pozo inagotable de profundidad y riqueza intolerable. Cuánta verdad puede soportar un espíritu. Se presentan ante él alternativas sin promesas, sin garantías, de infinita variedad, que tal vez no resista un ser acostumbrado a la pasta de cristal congelado que prefiere no desafiar su rigidez, su legislación automática, sus causas y sus efectos, sus debes y sus haberes. La tempestad y el fuego advierten que en esa comodidad de voces rectoras, hay que sospechar. Sospechar de la tragicomedia, del plástico, de la asepsia. De cada realidad moldeada por una cultura que pretende mantenernos seguros, en su molde, valga la redundancia. Podemos elegir sobrevivir ilesos, o sospechar. La verdad, por vocación, no impone esa decisión.



El maestro de la verdad asume su vocación de creador que cuenta con nosotros. El discipulado implica resistencia y siempre, misión. El maestro es lo que es sólo así, sólo si envía y aunque acompaña, libera. El discípulo debe perderlo todo para encontrarse a sí mismo. También la seguridad del aula. El alumno lo es para siempre, pero el terreno de aprendizaje se convertirá en campo de batalla. El alumno ha aprendido a sospechar, a escuchar los susurros, o a observar la esperanza oculta en la polilla, a desafiar la altura. Ahora deberá responder, perseguir incansable, arrojarse al vacío. Nadie lo obliga. Nadie se lo recomienda.

Y si de pronto una polilla se para al borde de un lápiz y late como un fuego ceniciento, mírala, yo la estoy mirando, estoy palpando su corazón pequeñísimo, y la oigo, esa polilla resuena en la pasta de cristal congelado, no todo está perdido.

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