Que no hay misiones cumplidas, que
hay misiones vividas, caminadas, exprimidas. Toda misión está entretejida con
historias.
La
historia del señor que detectaba el agua con un palito de madera en forma de Y,
y que fue el personaje del verano signado por la sequía, pero del que no
hablamos en el verano de las lluvias.
O del hombre que tenía patitos que
seguían a la mamá pata, nutrias en su patio, un estanque con sapitos y una gata
a la que le pedía permiso cortésmente para acercarnos una de sus crías. El
mismo que, siguiendo la costumbre de sus antepasados Pampas, tenía un caballo
para galopar en él hacia la hora de su muerte.
O la de la mujer que había estado
sumida en la depresión y que, un año después, sonreía e iría al día siguiente
a presentar su currículum, y que había logrado reverdecer su jardín
literalmente, además de ser huésped de dos hermosos gatos: uno totalmente
blanco. El otro totalmente negro.
La historia del niño que corría
los autos como hacen los perros. Y cuya hermosísima carita estaba marcada por
una cicatriz, recuerdo de cuando se metió entre dos canes intentando proponer
la paz entre ellos. El mismo que cuando pasó un señor en bicicleta le avisó
"llegaron los misioneros". El que toca el tambor con un ritmo
impecable y te pide "vos bailá". El que le acercaba la cara a una
nena para que le diera el saludo de la paz diciéndole "dame un beso, no
pasa nada".
La de las nenas, la mencionada
anteriormente y su hermanita, que venían a jugar con nosotros recién bañadas,
bien peinadas y con vestidos largos, claros e impecables. Y zapatillas.
Las historias en el pueblo que en
los grandes eventos deja todas sus bicicletas afuera sin candado. Y a la salida
cada cual toma la suya sin protestar, aunque la del vecino sea más linda y
tenga bocinita y canasto.
Hechos que miramos con ojos casi
porteños, casi velados, ignorantes y embobados. Una vez un chico de Belgrano me
cuestionó la mirada evasiva "¿por qué mirás para todas partes?" (y no a mí) y le
respondí, evasivamente "estoy siempre alerta porque soy del
conurbano". En los pueblos la única alerta es la sensibilidad a las nuevas
historias.
La del facho del pueblo, en ideas
y en acciones, el único que tenía su casa alambrada y cuyos árboles daban fruto
en medio de la sequía. El que nos invitó a todos a comer y ornamentó el hecho
con la frase "hay que compartir lo que tenemos". Días después se
acercó al fogón con chorizos y una parrilla, para seguir compartiendo.
La del hombre con ataques de
epilepsia que hace mucho tiempo esperaba su jubilación y, un año después, nos
hablaba del mismo estado de su trámite, continuaba hablando del pago que jamás
había llegado, como si lo fuera a recibir esa misma semana. La burocracia le
detuvo toda noción del tiempo.
La del ex combatiente de Malvinas
que vivía en un vagón y que le pidió al cura que lo bendijera como hace con las
casas de familia.
La
del cura del pueblo que le prestó el auto a una mujer. Mujer y joven.
La de la señora que nos detuvo en
el centro para contarnos la historia de la pérdida de su nieto, la de un Ramiro
como nuestro Ramiro, tan joven y luminoso como el nuestro.
La de los que viajan para buscar y averiguar nuevos sentidos y nuevos caminos. Los que caminan en alpargatas y
bajo el sol en busca del mate de bienvenida, o el mate del reencuentro.
Los
constructores de puentes, que no están en ninguna de las dos orillas, o están
en las dos, pero aman con perseverancia ambas.
Los fuegos locos. Los que
encuentran nuevos ritmos y motivos para reemprender la fe y seguir tejiendo
comunidades. Los que hacen radio, música, bailes, malabares, globos, juegos,
rondas, fuegos, cruces, misas, semillas y todo lo que haga falta para movilizar
la tierra fértil. Para hacer preguntas. Para inquietar al menos. Para dialogar
con la historia. Los hijos de las historias.
Debo declararme como tu fan, no tengo opción. ¡Hermoso post, saludos!
ResponderEliminar¡ay muchasmuchasmuchas gracias!
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